viernes, 9 de abril de 2010

Arqueología y Lingüística


Por Catherine Lara (2006)


INTRODUCCIÓN

Nacida dentro del contexto evolucionista del siglo XIX, la arqueología es una ciencia relativamente joven. A lo largo de su corta existencia, y al igual que otros campos del conocimiento, ha sido atravesada luego por diferentes paradigmas, dentro de una firme voluntad de ser plenamente reconocida como ciencia. La influencia dominante del positivismo a principios del siglo XX explica asimismo el fuerte carácter descriptivo de las investigaciones arqueológicas de esa época. En los años 40, el difusionismo suscitó una importante adhesión en el mundo de la arqueología, en base también a la definición de secuencias culturales inspiradas por el evolucionismo. La antropología conoció a su vez un recorrido similar, y a partir de una reflexión epistemológica en torno al campo de estudio de ambas disciplinas, se dio un acercamiento significativo entre arqueología y antropología. La expansión posterior de las técnicas de datación, de análisis geográfico o geológico, significó además para la arqueología la llegada de auxiliares únicos en el desarrollo de los métodos de investigación. La combinación de conceptos culturales aportados por la antropología, -como la lingüística-, y de las ciencias naturales, permitieron a la arqueología desarrollar su propio campo teórico y metodológico, lo cual determinó un florecimiento sin precedentes de la ciencia arqueológica en diversos lugares del planeta.

No obstante, la tendencia actual del conocimiento promueve más bien una fragmentación del saber: muchos programas educativos, tanto a nivel básico como superior, operan distinciones específicas entre “humanidades” y “ciencias puras”. Dentro de cada uno de estos campos, existen especializaciones rígidas destinadas a orientar a los profesionales hacia disciplinas específicas, fuera de un conocimiento global. Los avances de la arqueología en base a la colaboración entre distintos campo de estudio demuestra precisamente el error en el que incurre esta fragmentación del conocimiento.

El siguiente estudio se propone justamente demostrar lo fructífera que puede ser la interacción entre distintas áreas del saber, ilustrado aquí con el caso de la arqueología y la lingüística, campo de estudio que, contrariamente a la arqueología, ha sido desarrollado desde la antigüedad.

Con este propósito, reflexionaremos primeramente sobre la relación entre lengua y cultura, antes de preocuparnos más específicamente por las dos facetas del lenguaje más significativas en arqueología: la escritura y las supervivencias orales.


LENGUAJE Y CULTURA

La cultura, concepto fundamental en el estudio arqueológico, alcanza su expresión máxima a través del lenguaje. Este último ha llegado a configurar la esfera de reflexión de la lingüística, en torno a una división del lenguaje entre habla y lengua: el habla representa la expresión más individual de la lengua, siendo ésta una representación normada propia a una cultura. Por otra parte, la arqueología investiga acerca de las culturas desaparecidas. Existe luego una estrecha vinculación entre lingüística y arqueología. ¿En qué radica la importancia del lenguaje dentro de la cultura y por ende, de la arqueología? ¿Cuál es el origen del lenguaje?

Importancia cultural del lenguaje

La complejidad del inmenso campo abarcado por el término “cultura” explica el sinnúmero de definiciones que han sido propuestas en torno a este concepto. Desde una perspectiva arqueológica y lingüística, cabe sobre todo reparar en que la cultura se refiere a toda producción humana extra-somática y aprehendida de artefactos materiales e inmateriales, que permiten establecer una relación de enfrentamiento o de influencia con el medio. Al igual que la antropología pero en una escala temporal diferente, la arqueología se concentra en torno al ser humano y su contexto, en tanto que su enfoque cultural le conduce hacia un análisis de la organización simbólica del vínculo social entre los individuos.

Ahora bien: ¿cuál es el punto de encuentro entre lenguaje y cultura? En primer lugar, es fundamental resaltar que el lenguaje se presenta como condición esencial del pensamiento, ya que se caracteriza como capacidad de abstracción, de generalización y de clasificación esto es, de conocimiento. Gracias al lenguaje, el ser humano hace hablar al mundo; lo vuelve inteligible. En efecto, el hombre está rodeado de signos: desde que nace, él mismo tiene un nombre. Estos signos son ordenados para producir sentido y también cultura. La lingüística analiza precisamente la organización de estos signos. Por otra parte, si bien el lenguaje es esencial dentro de la relación intelectual entre una cultura y su medio, es asimismo la condición sine qua non de la integración del individuo dentro de la especie humana: a través del lenguaje, el sujeto se vuelve hombre. De hecho, el lenguaje significa contacto. La comunicación es vital para la existencia y la supervivencia del ser humano. Esta comunicación es realizada a través del lenguaje. Estaríamos aquí en lo que la lingüística define como lengua. Pero el lenguaje es también expresión del inconsciente y de los deseos humanos más profundos: no es un instrumento, sino que nos atraviesa. He aquí lo que la lingüística definiría como el habla. Por consiguiente, queda claro que lengua y cultura van de la mano en cuanto a expresión cultural de la humanidad frente a un medio y dentro de una especie.

Origen del lenguaje

La continuidad entre lingüística y arqueología se realiza luego más particularmente dentro de la problemática del origen del lenguaje, cuestión que ha preocupado tanto a paleoantropólogos y arqueólogos como a lingüistas, debido, como vimos, a la preponderancia del lenguaje dentro de la condición humana.

La paleoantropología estableció que hace aproximadamente dos millones de años, coexistían en la sabana africana varios grupos de homínidos erguidos descendidos del Australopithecus afarensis. Según S. J. Gould, éste ya beneficiaba de la posición erguida. Lo cierto es que este rasgo fisiológico parece haber sido crucial en el desarrollo del lenguaje:

El desarrollo de la postura erecta, con la ascensión de la cara desde el extremo inferior de la cabeza al lado frontal, llevó el eje de la cavidad bucal a una posición aproximadamente perpendicular a la faringe, introdujo una separación entre el velo y la glotis y dejó amplia libertad a la raíz de la lengua para moverse hacia arriba cerrando el pasaje nasal. Todas estas alteraciones hicieron al aparato fonador humano estructuralmente diferente, en varios aspectos, de los órganos homólogos de los demás mamíferos, inclusive los primates (Hockett, 1971: 572).

Se sugiere luego que la supervivencia de estos homínidos erguidos en una sabana poblada de depredadores, hizo necesaria su organización y subsistencia a través de mecanismos óptimos como el del lenguaje. Esta teoría se fundamenta principalmente en indagaciones psicolingüísticas sobre adquisición del lenguaje en la infancia humana, obtención de datos en moldes endocraneales e inferencia de paleoantropólogos sobre la tecnología lítica asociada a los homínidos fósiles.

En paleoantropología, las evidencias de los procesos de hominización se encuentran en la evolución filogenética, y se centran fundamentalmente en el estudio de las transformaciones estructurales del cráneo, y en consecuencia, del cerebro, con sus repercusiones en el desarrollo del lenguaje, como del producto más significativo para la aparición de la cultura (Fernández, 1990: 163).

En efecto, la materia perecedera del cerebro desaparece rápidamente. Pero la cavidad craneana se llena de sedimentos que la consolidan y conservan las formas del cerebro, especialmente de los vasos sanguíneos que lo alimentan. Esta evidencia directa de la evolución del cerebro y del lenguaje permitió la identificación de las áreas cerebrales de Broca y Wernicke, receptáculos de la capacidad lingüística humana. Se pudo así establecer que ésta se halló plenamente implementada con la aparición de Homo erectus, hace aproximadamente 1,5 millón de años. En efecto, el análisis paleoneurológico del cerebro homínido posibilita el estudio de las transformaciones del cráneo, así como de las estructuras óseas del aparato fonador. La fisiología del cerebro autoriza la formulación de hipótesis en cuanto a las capacidades motrices de los homínidos, delimitadas en torno a la realización de ciertas actividades como la caza, la adaptación al clima, la definición de una dieta, el uso del fuego y el desarrollo de un lenguaje. La estimulación de estas adquisiciones influyó a su vez en el desarrollo del volumen cerebral, especialmente en la reorganización del sistema nervioso central: el lenguaje es por lo tanto síntesis y producto de las capacidades motrices del ser humano.

Según algunos investigadores, estas modificaciones dotaron a nuestros ancestros de mayores habilidades para simbolizar, prevenir, proyectar, aprender y transmitir las experiencias de su vida cotidiana; en otras palabras, para producir cultura (Fernández, 1990: 166).

Otros especialistas asimilaron además la producción de herramientas líticas a una clase de gramática. Asimismo, Holloway plantea que la fabricación de utensilios y la capacidad de lenguaje atraviesan procesos cognoscitivos similares. De todas formas, Sidorov insiste en que las operaciones mentales básicas necesarias a la ejecución de tecnología lítica implican obligatoriamente un proceso comunicativo (en Fernández, 1990: 66), lo cual es particularmente relevante si se toma en cuenta que artefactos han sido hallados en yacimientos de fósiles de Australopithecus.

Paleoantropología y lingüística incidieron también en otro gran debate: el de la capacidad cultural del hombre de Neandertal. El cráneo intacto del hombre de Kebara (hallado en Israel), parece haber brindado una solución: la laringe de los grandes monos y de los bebés está situada demasiado arriba en el cuello como para permitir el habla, ya que no existe el espacio necesario al paso de los sonidos. La posición del hueso ioide, ubicado en la parte superior de la laringe, permite definir si un individuo puede hablar o no. La ubicación intacta de este hueso en el neandertal de Kebara permitió establecer que éste sí hablaba. El hallazgo resulta considerable, puesto que la facultad del lenguaje habría sido decisiva en la caza de animales grandes y constituye además un paso suplementario en la definición del parentesco entre hombre de Neandertal y Homo sapiens sapiens (Sergent, 1997: 45).

Asociado a la expresión cultural, el fenómeno del lenguaje es particularmente complejo. Debido a la amplia dimensión cronológica abarcada por la paleoantropología y la arqueología, ésta debe además confrontarse al proceso evolutivo del lenguaje en las culturas del pasado.


LA ESCRITURA EN EL REGISTRO ARQUEOLÓGICO

Tradicionalmente, se tiende a considerar que la arqueología se refiere sobre todo al período prehistórico esto es, anterior a la invención de la escritura, a partir de la presencia de Homo sapiens cuyos orígenes, desde luego, no se pueden entender sin el conocimiento de los aportes de la paleoantropología, mencionada más arriba. De igual manera, las civilizaciones comúnmente asociadas a la “arqueología clásica” configuran un ejemplo muy claro del enriquecimiento surgido de la colaboración entre lingüística y arqueología. ¿Cuál es la relevancia de la escritura dentro de la lingüística? En ese contexto, ¿cómo se realiza la aplicación de la lingüística dentro de la arqueología? ¿Qué nos dice la escritura sobre las culturas del pasado y hasta dónde llegan sus aportes a la arqueología?

Relevancia lingüística y arqueológica de la escritura

El habla es la preocupación central de la lingüística:

Lengua y escritura son dos sistemas de signos distintos; la única razón de ser del segundo es la de representar al primero; el objeto lingüístico no queda definido por la combinación de la palabra escrita y la palabra hablada; esta última es la que constituye por sí sola el objeto de la lingüística (Saussure, 1955: 72).

En todos los maravillosos mundos que descubre la escritura, todavía les es inherente y en ellos vive la palabra hablada. (Ong, 1987: 17)


Pero el habla se confronta a la propiedad de desvanecimiento de los sonidos. No obstante, la escritura los hace revivir, en tanto que los materializa. Estos signos expresan el pensamiento de un pueblo: son cultura, ya que ésta nace con el pensamiento. La escritura refleja la relación íntima entre lenguaje y entendimiento tal como la define Chomsky. El estudio de la escritura como parte del lenguaje es luego determinante en el esclarecimiento de los procesos cognoscitivos de una cultura es decir, de sus visiones del mundo. Por lo tanto, a más de formar parte del registro arqueológico en cuanto a producción material, la escritura brinda informaciones adicionales sobre la cultura que la produjo. En este punto se podría plantear la cuestión de si el lenguaje se refiere al habla o a la lengua. Si consideramos que el estudio de la cultura abarca tanto aspectos individuales como colectivos, la escritura tiene que ver a la vez con el habla y la lengua. Se sigue que representa un enriquecimiento aún mayor para la ciencia arqueológica.

Al igual que la cultura y el lenguaje, la definición de la escritura presenta un verdadero desafío epistemológico. Desde una perspectiva arqueológica, Icikovics la interpreta como

primer medio de intercambiar mensajes verbales sin que emisores y receptores tengan que verse los unos a los otros (Icikovics, 2002: 1, mi traducción).

Partiendo desde un enfoque más filosófico, Goody sugiere que la escritura es un remedio a la debilidad e incertidumbre de la memoria humana. Fundamenta su argumentación indicando que los primeros escritos hallados son muchas veces listas de objetos, cuya realización implicaba un razonamiento previo y la traducción de éste hacia un sistema codificado. El desarrollo de dicho proceso requeriría la adquisición de aptitudes intelectuales específicas que también habrían abierto el paso hacia la ciencia. Sin embargo, se reprochó a esta teoría su carácter etnocéntrico: algunas brillantes civilizaciones, como la inca por ejemplo, eran ágrafas (Dauvin, 2002: 14). (Aunque en el caso inca, la naturaleza de los llamados quipus es aún motivo de debate, lo cual invalida parcialmente de momento las hipótesis acerca de la agrafía de esta cultura).

Desciframiento

Debido a la importancia de la escritura dentro del entendimiento de las culturas del pasado, los arqueólogos se hallan en presencia de una pieza de convicción única frente a los sistemas gráficos antiguos. No obstante, el código de lectura de dichos sistemas muchas veces se pierde en el tiempo, por lo cual requiere un trabajo de desciframiento. Este ejercicio no sólo se vale de herramientas lingüísticas, sino que contribuye al desarrollo de este campo, al establecer cuáles fueron los procesos de evolución de la escritura y por lo tanto, del lenguaje. ¿Cuáles son precisamente las herramientas lingüísticas a las cuales acude el arqueólogo? Volvamos aquí hacia una definición técnica de la escritura:

La escritura es la representación del lenguaje gracias a un sistema de signos gráficos que fueron escogidos por una comunidad, por lo cual puede ser entendido sólo por ella. Por ser la escritura un sistema codificado, recurre a una cierta cantidad de claves arbitrarias sin las cuales permanece ininteligible. Sólo la comparación con el texto de un idioma conocido, puede permitir el desciframiento de una escritura olvidada (Descamps, 2002: 6, mi traducción).

El ejemplo más elocuente de la considerable tarea del desciframiento constituye sin duda alguna el trabajo del francés Jean-François Champollion, cuya fantástica aventura narraremos a continuación:
Con la invasión árabe de Egipto en 639 de nuestra era, la tierra de los faraones conoce un trastorno cultural, principalmente lingüístico y religioso. Como resultado, la cultura egipcia antigua desaparece definitivamente y con ella, la memoria de sus fabulosos códigos jeroglíficos o escritura sagrada (Jacq, 2000: 13).

En el siglo XVIII, el alemán Kircher fracasó en su intento de descifrarlos. Se perdió la esperanza de lograrlo algún día. Pero, en 1799, el descubrimiento de la Piedra de Roseta por el oficial francés Bouchard en Alejandría, abrió nuevas expectativas. En efecto, a más de constar de jeroglíficos y de una escritura entonces desconocida (el demótico), la estela de basalto negro contenía inscripciones griegas, por lo cual se podía suponer que se trataba de un mismo texto, un decreto sacerdotal emitido en 196 a.C. en honor a Ptolomeo V, traducido en dos idiomas. El inglés Young, el francés de Sacy y el sueco Akerbald lograron identificar algunos signos, pero les fue imposible ir más allá en sus interpretaciones (Idem).

Jean-François Champollion se había también apasionado por los jeroglíficos desde su adolescencia. En 1806, su hermano le consigue una copia de las inscripciones representadas en la Piedra de Roseta, en ese entonces en manos de los ingleses. El mismo año, Champollion llega a conocer a Dom Rafael de Menachis, un monje sirio que había regresado de Egipto con el ejército francés luego de las guerras napoleónicas. Este encuentro es fundamental, en la medida en que motiva a Jean-François a aprender el copto, considerado como la forma más tardía del egipcio antiguo (Descamps, 2002: 8).

Si la escritura es una herramienta esencial para luchar contra el olvido, su memoria se pierde mucho más fácilmente que la práctica oral de un idioma. El copto no es una derivación directa del egipcio antiguo. Los primeros escritos en copto son muy semejantes al griego. Pero debido a la imposibilidad de representar ciertos sonidos que no existen en griego, los coptos introdujeron caracteres demóticos en su sistema de escritura. El demótico consiste básicamente en una simplificación de la escritura jeroglífica. La intrusión de caracteres de este tipo en una escritura conocida por Champollion, le ofreció una pista inicial decisiva en su intento de descifrar los jeroglíficos a partir de la Piedra de Roseta (idem: 9).

Empezó su búsqueda con la ubicación de términos cuya pronunciación era bastante similar entre el griego y el egipcio antiguo. Se preguntó luego cuál podía ser la naturaleza de la escritura jeroglífica. En esa época, se sabía que existían aproximadamente tres grandes tipos de sistemas gráficos: ideográfico, silábico y alfabético. El primero apareció en Mesopotamia hace 5000 años. Se caracteriza por representar a un objeto o una idea a través de signos (respectivamente pictogramas o ideogramas). La principal ventaja de dicho sistema consiste en que no hace falta conocer la lengua de sus usuarios para entenderlo. Sin embargo, la abundancia de objetos e ideas potencialmente representables puede llegar a ser un obstáculo en la comprensión de los signos. Los sistemas silábicos, en cambio, asocian un signo a un fonema o sonido. Existen por consiguiente menos signos, pero el conocimiento de la lengua representada por este sistema es indispensable. Por último, en la escritura alfabética, los sistemas silábicos hacen corresponder un signo a un elemento fonético básico, lo cual implica el uso de varios signos en la representación de un fonema. Al parecer, la escritura alfabética sólo fue posible gracias a las etapas ideográfica y silábica. Por esta razón, existen muchas escrituras que se caracterizan por la combinación de estos tres sistemas, y la egipcia es una de ellas. Este descubrimiento de Champollion fue un avance considerable en sus investigaciones, ya que los estudios anteriores sobre el tema se basaban erróneamente en la idea de la pertenencia de los jeroglíficos a un solo sistema de escritura. Al analizar la Piedra de Roseta, Champollion se percató de que la versión griega contenía 486 palabras y la egipcia, 1419 jeroglíficos. Entiende luego que la escritura jeroglífica no puede ser exclusivamente ideográfica, sino también silábica.

Gracias al desciframiento previo de los nombres propios, pudo establecer una lista de símbolos silábicos, que le permitió en último término el desciframiento de otros signos. En una etapa posterior, Champollion también descubre el empleo de determinativos en la escritura jeroglífica esto es, partículas utilizadas para precisar la pertenencia de una palabra a cierta categoría (de género, por ejemplo). El francés presentó el resultado de sus investigaciones en Précis du système hiéroglyphique des anciens Égyptiens, publicado en 1824 (Descamps, 2002: 10).

La inmensa labor desempeñada por Champollion lo inmortalizó en el campo de la ciencia, y podemos afirmar junto con Jacq:

Son una inmensa civilización y una sabiduría a las que ha resucitado; muy pocos hombres en la historia han realizado semejante tarea (Jacq, 2000: 20, mi traducción).

Lo que nos dice la escritura

A través de los registros escritos, el arqueólogo posee una llave de acceso única a lo que Tylor define como

cultura o civilización, tomado en su amplio sentido etnográfico, (…) aquel todo complejo que incluye al conocimiento, la creencia, el arte, la moral, la ley, la costumbre, así como cualquier otra capacidad o hábito adquirido por el hombre como parte de una sociedad. (Tylor, 1958: 1, mi traducción).

Desde el olvido de la tradición jeroglífica con la invasión árabe, la percepción del Egipto antiguo en el mundo europeo será poco a poco resumida en las vagas referencias bíblicas al respecto, o en lo que Herodoto había escrito en su Historia. En la Edad Media, cruzados, misioneros y viajeros transmiten una visión fantástica de Egipto. Durante el siglo XVIII, los viajes a Egipto se multiplican y con la expedición de Bonaparte, el Egipto antiguo se pone de moda. Paralelamente al florecimiento del tráfico de antigüedades egipcias, cierto espíritu de observación científica se desarrolla en torno a las estatuas, estelas, templos… Pero los estudiosos no pueden ir más allá: no entienden el significado de los innumerables jeroglíficos representados en sus colecciones (Vercoutter, 1993: 29).

Luego de haber descifrado los jeroglíficos, Champollion viaja a Egipto, en donde comprueba la validez de sus teorías. Fallece poco tiempo después pero muy pronto, los que llegarían a ser los fundadores de la egiptología aprenden a descifrar los jeroglíficos en base a los escritos de Champollion. El alemán Kart Lepsius por ejemplo, luego de su campaña de excavación en Tebas en 1821, estará en medida de publicar una obra acerca de las costumbres egipcias a partir de los escritos descifrados (Vercoutter, 1993: 96). De hecho, el aspecto figurativo de los jeroglíficos ya brinda representaciones del universo en que éstos fueron inventados: fauna, flora, mundo material…

Tomando en cuenta la dimensión del habla cristalizada en la escritura, ésta resulta ser un testimonio inestimable frente a la ideología dominante reflejada por los textos oficiales de una cultura. Asimismo, durante el Nuevo Imperio egipcio, el poblado de Deir-el-Medinah concentró exclusivamente a la comunidad de artesanos a cargo de la construcción de las tumbas funerarias faraónicas. Por ende, el sitio de Deir-el-Medinah revela detalles únicos sobre la cotidianidad en el antiguo Egipto, no sólo a través de los objetos de uso diario excavados, sino sobre todo de los seis mil ostraca descubiertos en un pozo del yacimiento. Los ostraca eran tiestos usados por los letrados de esa época como borradores para las actas públicas o simplemente, para escribir reflexiones personales o anécdotas muy alejadas de los textos oficiales. El museo de Turín posee fragmentos de un ostracón en donde un escriba se queja del abastecimiento alimenticio deficiente del pueblo por parte de las autoridades faraónicas, incidente que dará luego lugar a la primera huelga conocida en la historia, bajo el reino de Ramsés III (Trapani, 2002: 24).

Los registros escritos también permiten la confirmación de hipótesis arqueológicas. Aquello resulta particularmente relevante en el caso de la arqueología bíblica: desde el siglo XIX, se difundió en Europa una fuerte intención de encontrar evidencias científicas de los escritos bíblicos. El antiguo testamento menciona por ejemplo la victoria de Mesa, rey de Moab, sobre Achab. A orillas del mar Muerto, el francés Ganneau encontró y descifró la estela labrada por Mesa luego de su triunfo militar (Hubert, 1970: 35).


LINGÜÍSTICA, ARQUEOLOGÍA, Y CULTURAS ÁGRAFAS

La interrelación entre lingüística y arqueología en el marco del estudio de civilizaciones “alfabetizadas” puso de relieve la dificultad de llegar a descubrir la cultura de dichos pueblos. Sería luego lógico deducir que tal ambición releva de lo imposible en el caso de las sociedades prehistóricas, ágrafas. No obstante, el análisis de las sociedades alfabetizadas reveló la importancia de la supervivencia oral. Del mismo modo, la arqueología subraya la necesidad de un anclaje en el presente a fin de entender el pasado. De manera que el idioma es una forma fundamental de rastrear el desarrollo cultural: desde luego, debido a que la prehistoria no conoció la escritura, resulta difícil estudiar la cuestión lingüística dentro de ese ámbito, pero es posible configurarse una idea global de la evolución lingüística en ese período. ¿Cuáles son las herramientas compartidas por la arqueología y la lingüística en la búsqueda de ese objetivo común?

Modelos de cambio lingüístico y glotocronología

Los modelos procesuales de cambios de lengua según Renfrew

El acercamiento entre lingüística histórica y arqueología tradicional a principios del siglo XX ya había planteado que una de las mejores entradas al estudio de la evolución lingüística consistía en ubicar los procesos de cambios lingüísticos atravesados por las distintas culturas (Renfrew, 1990: prefacio).

Posteriormente, especialistas como Renfrew plantearon diversos modelos hipotéticos en vistas a explicar la naturaleza de las transformaciones culturales. El autor articula su modelo en torno a una visión en tres etapas del proceso cultural y lingüístico: colonización inicial de un lugar virgen por parte de un grupo de individuos, sustitución lingüística de ese grupo de origen y desarrollo continuo del idioma surgido a raíz de ese cambio (en Renfrew, 1990: 105).

Ahora bien: ¿cuáles son las razones por las cuales se opera esta sustitución? La primera motivación aludida por el autor se relaciona con lógicas demográficas y de subsistencia: para que un pueblo se deje influir por otro hasta el punto de cambiar su lengua, esto significa que los recién llegados traen con ellos una tecnología superior. Esta primera respuesta corresponde a la “oleada de avance” propuesta por el genetista Luigi Cavalli-Sforza y Albert Ammerman referente a la adhesión de los cazadores-recolectores al estilo de vida de las primeras comunidades agrícolas (Renfrew, 1990: 107). Este tipo de cambio puede ser detectado en el registro arqueológico, aunque difícilmente.

El segundo argumento elaborado por Renfrew sostiene que la sustitución lingüística puede también deberse a la llegada a un poblado de un grupo minoritario pero poderoso, que logra pronto imponerse sobre los nativos. Desde un punto de vista arqueológico, esta dominación podría ser localizada a nivel de la presencia específica de una distinción jerárquica en el registro material (1990: 107).

El tercer planteamiento presupone que los cambios lingüísticos también se llegan a dar luego de la desintegración de un grupo cultural, como consecuencia de la cual se produce una dispersión de sus integrantes o la llegada de nuevos grupos de influencia, como se supone fue el caso en las islas de Pascua o en la civilización maya (1990: 107).

Otras explicaciones al cambio lingüístico pueden darse en las políticas de desplazamiento de poblaciones, como en el ejemplo de los mitmas del imperio inca.

Glotocronología y léxico-estadística

Más allá de estos modelos explicativos del cambio lingüístico desarrollados por arqueólogos y socio-lingüistas, los lingüistas también instauraron técnicas que les permiten identificar los cambios y las divisiones producidos en las distintas lenguas. Estas herramientas suponen que, en un principio, existió una lengua madre que se dividió en diversos idiomas, al desprenderse varios grupos de individuos del acervo cultural de origen, según los escenarios descritos más arriba. Aquí se aplica la técnica de la glotocronología, que

empieza con la observación general de que cuanto mayor es la profundidad temporal que separa a los miembros de una familia de lenguas del momento histórico en que se separaron de su antepasado común, mayor será el grado de diferenciación entre ellas (Renfrew, 1990: 98).

Se considera por ejemplo que el francés y el alemán se separaron en 590 d.C. aproximadamente. Estas dataciones se obtienen a través de la léxico-estadística, que consiste en contabilizar las palabras semejantes existentes entre varios idiomas, de manera a definir si la separación entre esos idiomas tuvo lugar en un pasado cercano o no (en Renfrew, 1990: 98).

Aplicación de los modelos de cambio lingüístico y glotocronología: el indoeuropeo

La vinculación del desarrollo de la lengua con la capacidad simbólica condujo a varios arqueólogos a pensar que antes del Homo sapiens, la capacidad lingüística de los homínidos era bastante limitada. La datación de la incipiente especie humana en África deja suponer que la diversificación lingüística, ligada a la propiedad de arbitrariedad de la lengua, se dio aproximadamente hace 40.000 años (en Renfrew, 1990: 220).

En base al parentesco establecido entre el anatólico, el itálico, el eslavo, el germánico, el armenio, el tocario, el helénico, el ilivio, el báltico, el celta y el indoiranio, se llegó a definir la existencia de una lengua madre originaria llamada “indoeuropeo”. La reconstitución hipotética de esta lengua en base a los términos afines hallados entre las lenguas hijas citadas anteriormente, permitió establecer la íntima semejanza entre el indoeuropeo y el hitita, por lo cual Colin Renfrew infiere que el indoeuropeo se originó en la región anatólica, hace 7.000 años, según los cálculos de la glotocronología (Renfrew, 1990: 72).

Por otra parte, provee indicios determinantes respecto al entendimiento de los diferentes flujos migratorios y por ende, a los intercambios e influencias culturales que se dieron en esa época.

Es más: la naturaleza de los términos compartidos por las lenguas derivadas del indoeuropeo se refiere esencialmente al campo semántico del pastoreo y la horticultura: como resultado, la llegada de la oleada indoeuropea fue vinculada al proceso de expansión de la agricultura, tal como planteado por Cavalli-Sforza:

La teoría de la lengua-agricultura/ ganadería contenía la hipótesis de que la agricultura-ganadería llegó a Europa (…) no sólo a través de la adquisición de las especies vegetales y animales necesarias por parte de los distintos pueblos mesolíticos preexistentes, sino a través de desplazamientos sucesivos, durante generaciones, de agricultores-ganaderos campesinos (Renfrew, 1990: 213).

Esta seductora hipótesis carece por el momento de una base arqueológica segura y de una metodología precisa frente a los distintos obstáculos de la investigación:

He intentado demostrar, en el caso concreto del indoeuropeo, que hasta ahora no se ha contado con una metodología válida para correlacionar la evidencia obtenida a partir del estudio de las lenguas mismas, es decir, de la lingüística histórica, con la evidencia material de la arqueología. (..) La primera dificultad en toda esta empresa radica en que la evidencia de un período arcaico (y ágrafo) no nos puede decir nada directamente sobre las lenguas que se hablaron. Por lo menos los restos arqueológicos, la cultura material, pueden situarse sólidamente en un marco cronológico. Podemos decir cuándo se hicieron y se enterraron estos restos. La desventaja de la lingüística histórica es que, incluso cuando resulta razonablemente plausible construir una forma de lengua primitiva a partir de la evidencia más reciente, no hay forma de situarla sólidamente en un marco cronológico (Renfrew, 1990: 227).

Por otra parte, las diferentes circunstancias históricas atravesadas por las lenguas hijas del indoeuropeo sesgan considerablemente la base lingüística sobre la cual se fundamenta la técnica glotocronológica: quizá hubo préstamos posteriores entre las lenguas hijas, por lo cual sería absolutamente natural hallar similitudes entre ellas. Además, definir el o los modelos de cambio lingüístico que operaron en la división del indoeuropeo representa por el momento un desafío sumamente complejo de enfrentar, tanto a nivel arqueológico como lingüístico.

Un nuevo campo de estudio: la semiótica

Frente a las limitaciones de los métodos previamente analizados, Colin Renfrew señala que el desarrollo de nuevos enfoques de estudio como el de la semiótica, aportaría pautas decisivas en el entendimiento de la capacidad lingüística conceptual:

Si estos avances se producen, tal vez resulte posible, mediante, el análisis de las acciones humanas reflejadas en los restos materiales y artefactuales del período paleolítico, llegar a precisar de forma mucho más concreta la época o el momento en que las capacidades lingüísticas y conceptuales del hombre enteramente moderno hicieron su aparición (Renfrew, 1990: 228).

¿En qué consiste exactamente la semiótica? En cuanto a expresión del pensamiento, el lenguaje no sólo se refiere al campo fonético, sino también a los distintos signos no verbales creados culturalmente por el ser humano (Martínez Celdrán, 1995: 32).La semiótica, principalmente difundida por el lingüista Roland Barthes, es la rama de la lingüística que abarca el estudio de estos signos y de los mecanismos cognoscitivos que los definen y combinan.

Esta preocupación por la estructura del pensamiento atravesó igualmente el campo de la arqueología a través de la denominada “arqueología cognoscitiva”. Hawkes, uno de sus principales representantes, reconoce que, desde una perspectiva arqueológica, el plano de las ideas es el más difícil de rastrear. Sin embargo, a lo largo de sus investigaciones, es inevitable que el arqueólogo se interrogue sobre lo que debieron haber pensado los antiguos. La arqueología cognitiva sostiene precisamente que el registro material refleja las ideas de sus autores y que por lo tanto, se lo puede “leer” (Johnson, 2000: 115).

Esta tendencia se inspiró profundamente en el estructuralismo, nacido a su vez de teorías lingüísticas y psicológicas. En efecto, considera que la cultura es comparable al lenguaje. Partiendo de la semejanza entre cultura y lenguaje, al igual que el lingüista, el arqueólogo tendría que descubrir esas reglas ocultas y sus significados a partir del registro arqueológico, base de la expresión cultural legada por los grupos humanos desaparecidos. Bajo la perspectiva de la semiótica, el registro arqueológico puede luego ser considerado como uno de los numerosos signos característicos de una manifestación cultural (Johnson, 2000: 121).

Estas nuevas perspectivas de estudio han sido ya aplicadas al caso de los cazadores-recolectores de la prehistoria. Asimismo, varios arqueólogos han estudiado de cerca el posible significado de las pinturas rupestres:

En base a sus investigaciones, André Leroi-Gourhan concluyó que existe una disposición intencional y definida de los elementos pictóricos representados en las cuevas prehistóricas. La disposición poco realista de los animales permite pensar en la existencia de un código figurativo desarrollado por los artistas de la prehistoria. Leroi-Gourhan propuso una llave de interpretación de estos códigos. Según él, las manos pintadas podrían representar la práctica de un código mudo durante la caza. Estableció también una distinción entre signos femeninos (triangulares, cuadrangulares, ovalados…), y masculinos (signos en gancho, palitos simples o dobles…) (Simonnet, 1995: 77). Esta clase de interpretaciones parten también del registro arqueológico prehistórico excavado.

Por su parte, investigadores como Jean Clottes se basaron en comparaciones con culturas actuales de cazadores-recolectores (en este caso, los Bushmen San de Africa del Sur). Clottes sostiene que las representaciones rupestres son el resultado de rituales alucinógenos realizados por los shamanes con el objetivo de comunicarse con los espíritus. Como consecuencia, la primera etapa de las visiones correspondería a los signos geométricos, mientras que el segundo paso se materializaría bajo formas animales. En el último momento del proceso, el brujo terminaría por transformarse él mismo en animal. Según el investigador, estos signos son entópticos: la alucinación los hace surgir de la mente del shamán (O’ Dy, 1996: 62).

El arqueólogo Chris Tilley, en cambio, trabajó sobre los relieves rupestres de Nämfersen (Suecia), datados del tercer milenio antes de nuestra era. Tilley logró identificar los fundamentos de la realización pictórica, llevada a cabo en base a principios de linealidad, oposición, combinaciones y superposición. Por otro lado, definió una clasificación de las representaciones humanas entre forasteros (asociados con triángulos) y originarios de la zona (figurados en palos). A su vez, estos grupos humanos se subdividirían en clanes representados por figuras precisas relacionadas con los cuatro elementos y con principios de feminidad y masculinidad (Johnson, 2000: 142).

Investigaciones posteriores revelaron los posibles orígenes de las espectaculares representaciones rupestres: en la gruta de Blombos (Africa del Sur), se descubrieron dos pedazos de ocre grabados hace 77000 años esto es, 40.000 años antes de las primeras pinturas rupestres actualmente conocidas. Constan de motivos geométricos (líneas diagonales y horizontales), mientras que la preparación de su superficie revela una intencionalidad en la elaboración de los grabados. La presencia de esa clase de piedras en la estratigrafía del sitio indica además que se trata de una clase de tradición. Es efectivamente difícil imaginar que el arte rupestre apareció repentinamente, y los hallazgos de Blombos podrían ser reveladores acerca de los orígenes de las prácticas rupestres (en Miserey, 2002: 6).

Etnoarqueología y etnohistoria; Blower, Lathrap, Jijón y Caamaño

Los intentos de interpretación de las pinturas rupestres han llevado a varios arqueólogos a interesarse por las prácticas artísticas y rituales de comunidades contemporáneas. No obstante, esta técnica se ha generalizado en la arqueología suramericana, y resulta aquí aún más relevante, debido a que trabaja con supervivencias lingüísticas actuales.

El estudio de David Blower sobre el concepto de mullu en la cosmovisión andina constituye un ejemplo relevante al respecto.

A partir de indagaciones lingüísticas recogidas en fuentes antiguas y modernas, Blower demostró que la palabra “mullu” abarcaba un concepto mucho más amplio de lo que se creía. El autor se preguntó en primer lugar cuál era el significado del término “mullu” en el mundo andino actual, y encontró que se refería básicamente a cuentas de colores usadas en joyas y adornos. Acudió luego a los primeros diccionarios quichuas, en donde el vocablo “mullu” era asociado a la concha Spondylus. Gracias a un verdadero trabajo semántico, Blower cayó en cuenta de las múltiples transformaciones fonéticas padecidas por la palabra “mullu”, que posiblemente originaron diversas confusiones en cuanto a su significado. El especialista se focalizó posteriormente en las asociaciones definidas en los escritos coloniales tempranos en torno al famoso “mullu”.

Descubrió la existencia de la expresión “yahuar mollo”, referente a una sustancia ritual hecha de concha y de sangre (yahuar) de llama. Esta connotación religiosa se halla reforzada por la vinculación entre el mullu y el color azul, emblema de la divinidad en la mitología andina. El vocablo “huacamollo” (bledo), demuestra además que el mullu es asociado a la comida. Posteriormente, el análisis de mitos y crónicas permitió al investigador establecer una estrecha correlación entre el mullu, el agua y la fertilidad, a partir de la forma y las asociaciones rituales y nutritivas del Spondylus. Este ejemplo demuestra elocuentemente que la hermenéutica o interpretación de los mitos, revela una dimensión fundamental de la cultura de un pueblo, precisamente a partir de factores lingüísticos.

En este artículo argumento que el mullu es un concepto complejo, no simplemente una palabra quechua para denominar al Spondylus, y que el uso de los dos términos como sinónimos confunde y resulta inapropiado. El término mullu comprende un campo semántico que incluye tanto atributos físicos como ideológicos; además aparece en diferentes regiones geográficas, en varios contextos rituales y junto a otras palabras (Blower, 2001:26).

En los últimos 25 años el estudio del Spondylus con sus contextos asociados se ha convertido en una parte importante de la arqueología andina al proveer una rica fuente de información sobre la cultura material (Blower, 2001:43).


No muy lejos del área andina, Donald Lathrap llevó a cabo un estudio lingüístico y arqueológico de las culturas amazónicas. Valiéndose de métodos fonéticos, estableció el grado de parentesco entre los distintos idiomas de la Amazonía, y concluyó que la relación de derivación entre éstos a partir de una lengua primitiva única o “stock”, debía ser entendida bajo una lógica migratoria.

La existencia de una familia lingüística demostrada, stock o superstock implica que, en un momento del pasado, la lengua de origen era hablada por una sola población continua confinada a un área circunscrita. Ahí donde las lenguas hijas de la familia o stock son encontradas en una fecha posterior, cubriendo vastas áreas de la superficie terrestre, hay claras implicaciones referentes a condiciones demográficas y económicas pasadas (Lathrap, 1970: 69, mi traducción).

El arawak es el idioma más extendido de la cuenca amazónica. Basándose en la léxio-estadística, Noble estableció que los idiomas que conforman hoy esta familia lingüística se dividieron hace 4.000 o 5.000 años (Lathrap, 1970: 72).

Según Lathrap, el proto-arawak estaba ubicado en la zona central de la Amazonía. El incipiente desarrollo de una agricultura de tubérculos significó el aumento de la población de la zona. Esta presión demográfica habría provocado varias olas de migración que explicarían la diversidad de las lenguas arawak actuales.

Lathrap asienta su hipótesis en base a los indicios lingüísticos y arqueológicos que definen por ejemplo si una cultura se moviliza mejor por vía fluvial o pedestre, lo cual permite discernir más específicamente el impacto y el mecanismo de los diversos flujos migratorios en la Amazonía.

De la misma manera, trabajó con evidencias etnobotánicas, gracias a las cuales pudo localizar más precisamente las dinámicas geográficas y logísticas ocasionadas por el desarrollo de la agricultura amazónica.

Lathrap otorga también un papel importante al registro cerámico dentro del rastreo de los distintos procesos migratorios de la Amazonía en la prehistoria: en base a un análisis estilístico de los distintos diseños y técnicas cerámicos de las culturas amazónicas prehistóricas, logra definir cuáles fueron los diversos tipos de intercambio que se dieron en el área, en qué fecha y de qué manera.

En último término, la acumulación de estos tres tipos de evidencia permitió al investigador obtener una idea bastante precisa de los diferentes procesos migratorios de la Amazonía durante la Prehistoria, así como de su impacto en la dinámica cultural de toda el área suramericana. Por ejemplo, el autor demuestra que la fase Napo está íntimamente vinculada con las culturas cerámicas de Cocama y Omagua del actual Brasil. Su argumentación se basa en evidencias lingüísticas acerca de la derivación tupi-guaraní de las culturas Cocama y Omagua desde el corazón de la Amazonía, mientras que la aparición del estilo policromo entre éstas y la fase Napo sugiere que dichos grupos siguieron expandiéndose por el río del mismo nombre (Lathrap, 1970: 154).

Pero el aporte fundamental de Lathrap radica en que, a través de estas evidencias, estuvo en medida de inferir que muchos flujos culturales del área andina, contrariamente a lo que se pensaba, tuvieron su origen en la región amazónica:

Se ha sugerido ya que todos los pueblos quichua-hablantes podrían haber tenido su origen en las laderas orientales de los Andes, y de forma considerable en el sur. Los orígenes del estilo cerámico tan distintivo que sirvió de marcador dominante en el Imperio inca podrían asimismo apuntar hacia esa dirección (Lathrap, 1970: 179).

De hecho, Jijón y Caamaño había presentido ya la posibilidad de algún tipo de influencia amazónica en el registro cultural andino, tal como lo señala en su Ecuador Interandino y Occidental antes de la Conquista Castellana, al mencionar la existencia de “indicios de una influencia jíbara en los nombres geográficos y patronímicos de Puruhá” (Jijón y Caamaño, 1940: 555). No obstante, a través de sus imponentes investigaciones lingüísticas de cara al registro arqueológico ecuatoriano, Jijón y Caamaño se propuso objetivos y metodologías distintas. En efecto, esta parte de su obra estuvo más específicamente encaminada hacia el bosquejo de un “mapa lingüístico del Quito” antes de la llegada de los Españoles (Jijón y Caamaño, 1940: 96). Sin embargo, el autor observa:

La mayor parte de las lenguas aborígenes ecuatorianas desaparecieron, sin que quedase otra reliquia de ellas, sino los nombres geográficos de la región en que se hablaron (Jijón y Caamaño, 1919: 1).

Consiguientemente, el monumental trabajo lingüístico de Jijón y Caamaño se basó en el rastreo de los orígenes de la toponimia ecuatoriana. Por ejemplo, al estudiar el Quillacinga (zona oriental de Pasto), Jijón y Caamaño esboza la extensión del territorio de esta lengua, al ubicar aquellos topónimos cuyas raíces comparten similitudes (Jijón y Caamaño, 1940: 102).

Otra fuente importante de esta reconstitución la halló en documentos coloniales: desde el proceso de conquista, los españoles censaron en diversos documentos los diferentes pueblos de las regiones descubiertas, lo cual dio a Jijón y Caamaño una base originaria en el establecimiento de las lenguas existentes antes de la conquista en el Ecuador. Por otra parte, la evangelización significó la repartición de los territorios conquistados en doctrinas, generalmente correspondientes a un idioma específico (Jijón y Caamaño, 1940: 397). Los documentos que rinden testimonio de la existencia de doctrinas son una evidencia más en el conocimiento de los diversos pueblos aborígenes existentes en esa época, pero el principal interés de esta práctica consiste en que los misioneros encargados de evangelizar a estas doctrinas, traducían muchas veces el catecismo a los idiomas nativos hablados en cada una de ellas, lo cual facilitaba considerablemente su tarea y garantizaba una conversión más eficiente de los indígenas. Existe asimismo un catecismo traducido al Puruhá (Jijón y Caamaño, 1940: 397) y al Pasto (idem, 1919: 3). Lastimosamente, algunos de estos catecismos desaparecieron, lo cual representa una pérdida considerable en lo que se refiere al conocimiento de las costumbres de los pueblos aborígenes.

Otros investigadores, tales como Rivet, Beuchat y Buchenwald (Jijón y Caamaño, 1919: 2) también trabajaron sobre el tema, y llegaron a conformar gramáticas y diccionarios de algunos de los idiomas nativos del país. En base a estos trabajos y a las anteriormente mencionadas evidencias históricas y toponímicas principalmente, Jijón estableció la existencia de las lenguas: Quillacinga, Pasto, Coayquer, Caranqui, Panzaleo, Puruhá, Palatas y Malacatos o Jíbaro, Bolona y Rabona, Esmeraldas, y Manabita o Manteño.

Por otra parte, las fuentes usadas por el investigador le permitieron comparar estos idiomas, de manera a esquematizar cuáles pueden haber sido las distintas influencias que se dieron entre las culturas prehispánicas, no sólo en el Ecuador, sino en toda el área andina. Asimismo, realiza un mapa de los diferentes procesos lingüísticos que conocieron estas lenguas: Los Cayapas y Colorados se habrían extendido hacia el callejón interandino, mientras que los Cañaris y Jíbaros habrían tenido una fuerte influencia en toda la Costa ecuatoriana. Más específicamente, los Mochicas habrían tenido algún contacto con los Huancavilcas, y los Aymaras habrían entrado al sur del país. Jijón también resalta que los Esmeraldas se extendieron en todo el país, y añade que existieron influencias cuyos orígenes no le fue posible detectar (Jijón y Caamaño, 1919: 58). De acuerdo con sus concepciones difusionistas, Jijón y Caamaño concluye que la tradición de las tolas, de origen yucateca, fue luego implementada en Imbabura por migraciones cayapas y esmeraldas (Jijón y Caamaño, 1919: 63).

Si bien el aporte lingüístico de Jijón y Caamaño es digno de admiración, cabe resaltar que quedaron sin solucionar algunos aspectos esenciales, tales como las posibles motivaciones que habrían dado origen a los flujos lingüísticos estudiados.


CONCLUSIÓN

En resumidas cuentas, la colaboración entre lingüística y arqueología es más que fructífera. No se conforma con delinear aportes para cada cual de estas disciplinas, sino que se realiza a través del acceso a otras áreas del conocimiento tales como la estadística, la botánica, la biología, la filosofía, la antropología. Ilustra que la ciencia es un todo, y que su avance se define luego por la colaboración entre sus distintas ramas.

A más de brindarnos un panorama global de los flujos humanos que atravesaron la historia cultural y contribuyeron a su enriquecimiento, este tipo de interacción científica permite además la superación de distintos prejuicios, tales como el de creer que la escritura es superior al habla, cuando ésta sobrevive mucho más durablemente a la escritura, y nos permite hallar sus claves cuando desaparece. De hecho, Sócrates nunca escribió: consideraba que la escritura mataba la palabra. En realidad, la obra conjunta de la arqueología y la lingüística constituye en sí un aporte al conocimiento, cuya dimensión infinita ilustra. Frente al estancamiento de las ramas tan especializadas de la ciencia, ¿no sería una colaboración de este tipo la solución? Si bien la arqueología ha conocido la influencia determinante de distintas corrientes paradigmáticas a lo largo de su corta historia, su actual consolidación necesita mantenerla firme frente a las tendencias actuales de segmentación del conocimiento.

Los frutos de la investigación conjunta entre arqueología y lingüística anuncian hallazgos aún más prometedores, que requieren ser promovidos. La arqueología post-procesual plantea una analogía relevante al respecto: al comparar la cultura material a un texto, deja entender que no existe una lectura definitiva. A través de distintos enfoques, de distintas herramientas metodológicas, cada sucesiva generación de arqueólogos está en medida de moldear valiosos aportes que construirán el camino infinito del conocimiento.


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