viernes, 9 de abril de 2010

Arqueología y evolucionismo en el siglo XIX


Por Catherine Lara (2006)


INTRODUCCIÓN

Las primeras excavaciones arqueológicas conocidas tuvieron lugar en Babilonia, bajo el reino de Nabonyd, en el siglo VI antes de Cristo. En la Edad Media y durante el Renacimiento, el mundo occidental manifestó un verdadero afán coleccionista en torno a las civilizaciones desaparecidas de la Antigüedad (Muratori-Philip, 1998). En cambio, la valoración del registro material prehistórico se dio principalmente a partir del siglo XIX. Hay quienes precisaron luego que la arqueología como tal estudia particularmente a las culturas prehistóricas, siendo las civilizaciones de la Antigüedad el objeto de análisis de la arqueología clásica. La tendencia actual se orienta más bien hacia una visión cronológica global del estudio de la cultura (Johnson, 2000). Además, si bien la “arqueología clásica” tenía detrás de sí un enfebrecido pasado coleccionista, llegó a configurarse científicamente en el siglo XIX, al igual que la arqueología “prehistórica”.

Desde ese punto de vista, y partiendo del principio según el cual el siglo XIX fue principalmente evolucionista, el presente trabajo se propone analizar los primeros pasos de la arqueología, a fin de determinar qué tipo de influencia mutua se dio entre la arqueología y el evolucionismo, especialmente cultural. En efecto, y al igual que en toda disciplina, resulta fundamental entender cuáles fueron precisamente estos orígenes de la arqueología como ciencia, para poder identificar la naturaleza de sus postulados teóricos iniciales y valorarlos en su justa medida, así como resaltar sus limitaciones y sacar adelante el proceso investigativo arqueológico actual. Además, contrariamente a la creencia en una objetividad absoluta de la ciencia, el entendimiento de su contexto de surgimiento es esencial en el seguimiento de su desarrollo y la contextualización de sus aportes actuales. Por otra parte, la ciencia conforma un todo y el análisis de cualquiera de sus ramas significa también acudir a distintas disciplinas científicas, ampliando así el horizonte de análisis.

En base a estos postulados, se seguirá una visión cronológica del desarrollo tanto de la arqueología como del evolucionismo, a fin de determinar cuál fue el contexto de desenvolvimiento de ambas disciplinas y, en última instancia, comparar los estudios arqueológicos y evolucionistas en vista de evaluar las posibles influencias mutuas. En la medida en que el enfoque evolucionista se inspiró principalmente de postulados científicos y que la arqueología “prehistórica” surgió primeramente dentro del mismo marco de las ciencias naturales, nuestro análisis se enfocará principalmente sobre esta rama de la arqueología.

Consiguientemente, la primera parte de este estudio se centrará específicamente en las primeras teorías evolucionistas, mientras que la segunda analizará más detenidamente el desarrollo de la arqueología prehistórica, lo cual permitirá, en último término, reflexionar sobre el contacto entre arqueología y evolucionismo social a través de la aparición de las primeras teorías arqueológicas.


LAS PRIMERAS TEORIAS EVOLUCIONISTAS

Henry James Sumner Maine y Herbert Spencer son considerados como unos de los principales pensadores del enfoque evolucionista en el ámbito social. No obstante, y debido al proceso acumulativo del conocimiento, las propuestas de los primeros evolucionistas sociales son el fruto de un largo proceso intelectual y científico desarrollado en torno a la diversidad cultural y al cambio. Con la finalidad de entender mejor el planteamiento de Maine y Spencer, nos proponemos luego indagar acerca de sus orígenes, antes de cuestionarnos sobre el posible alcance arqueológico de estas ideas evolucionistas primigenias.

Influencias

Durante muchos siglos, la dominación del cristianismo asentó la supremacía del paradigma creacionista en el mundo occidental. A partir de la exégesis o interpretación bíblica de la palabra divina, se consideraba que Dios había creado todo a partir de la nada, siendo Adán y Eva la primera pareja de la humanidad. Esta visión fijista afirmaba también que la creación divina era perfecta, por lo cual no había padecido ningún cambio desde sus orígenes (Tort, 2004).

La ciencia moderna progresó dentro de este paradigma, con el surgimiento del humanismo, en el siglo XV. A través de la filosofía clásica de Sócrates y Platón, esta corriente de pensamiento otorgó un nuevo tipo de valoración a la racionalidad, percibida como única fuente posible al desarrollo de la ciencia. Ésta se definió entonces por su anhelo de entender la naturaleza a través de un método riguroso, en el cual las hipótesis son comprobadas mediante experimentos. Fue también una época que vio concretarse el expansionismo europeo. El encuentro con culturas distintas lanzó un apasionado debate retórico en torno a los conceptos de naturaleza y cultura, discusión cuyos máximos representantes fueron sin duda alguna los filósofos Voltaire y Rousseau (Aviérinos, 2001).

Las ciencias sociales surgieron en el siglo XIX a raíz de estas reflexiones y en el marco de la ideología positivista, cuyo fundador, Auguste Comte (1798-1857), pretendía aplicar una metodología científica a la realidad social. Postulaba que el conocimiento sólo puede darse a través de lo medible, es decir, de los datos empíricos percibidos por los sentidos. Esta teoría marcó el paso de una ciencia deductivista a una ciencia inductivista (Petit, 2004). De hecho, los primeros científicos sociales se inspiraron ampliamente de los avances contemporáneos de la ciencia, especialmente en geología y biología:

Debido a la dominación del paradigma creacionista, la teoría neptunista había prevalecido durante mucho tiempo en el ámbito de la geología. Negando toda clase de actividad volcánica, se creía en efecto que el basalto era la primera roca que se había depositado en el fondo del mar. Al introducir la visión vulcanista, James Hutton señaló que la formación en bandas del basalto demostraba la existencia de una fuerza geológica que le había dado semejante disposición a lo largo del tiempo. Charles Lyell profundizó este planteamiento al establecer la naturaleza endógena y exógena de dichas fuerzas geológicas. Basó sus conclusiones en el principio de uniformidad esto es, entender el presente como clave del pasado (Gould, 1994). Como se verá más adelante, este punto de vista pasará a ser esencial en los postulados de las ciencias sociales evolucionistas.

El campo de la biología, por otra parte, había conocido ya un fuerte impulso con la valoración humanista de la literatura clásica. De hecho, ésta había planteado ya la transformación paulatina de la materia a través del tiempo, contrariamente a lo que plantearon los creacionistas posteriormente. En el siglo XVIII, Jean-Baptiste Lamarck lanzó su teoría transformista: el entorno condiciona la aparición o desaparición de órganos en los seres vivos; es el principio de “la función hace el órgano”. Estos cambios son transmitidos a las generaciones siguientes, dentro de una lógica natural de ortogénesis, es decir, de perfeccionamiento cada vez mayor de los seres vivos (Continenza, 2004). El transformismo es considerado como antecesor indirecto del darwinismo, que se destacaría posteriormente por su concepto de “selección natural” o fenómeno a través del cual los factores del medio-ambiente inciden sobre los organismos, favoreciendo a los que se adaptan, y eliminando a los que no. Por ende, la selección natural cuestionaba seriamente la hipótesis de una creación divina perfecta e intacta desde sus orígenes.

Los primeros planteamientos del evolucionismo social: Maine y Spencer

Si bien la influencia de los paradigmas científicos del siglo XIX es particularmente visible en el desarrollo de las ciencias sociales de esa época, se tienen evidencias de que Charles Darwin se había inspirado de teorías sociales existentes en la formulación del concepto de selección natural. Una de ellas fue la de la lucha por la existencia planteada por Malthus. Se conoce también que Darwin estuvo muy influenciado por los escritos de Spencer, un científico social. Como vemos, el siglo XIX conoció una verdadera efervescencia intelectual en Occidente, que originó una interacción productiva entre los distintos campos del saber.

Ahora bien: en base a las influencias que determinaron la lógica evolucionista, ¿cuáles fueron los lineamientos principales de la incipiente ciencia social, tal como la desarrollaron Maine y Spencer? La Ilustración se había caracterizado por una reflexión en torno al estado natural como opuesto al estado de cultura. Inspirándose del concepto de progreso, heredado de la Ilustración, el evolucionismo social se propuso más bien desarrollar una teoría que daría cuenta de las diferentes dinámicas sociales. Se consideraba luego que el progreso era una cualidad moral, sinónimo de cambio. Como resultado, la evolución se explicó como un proceso a través del cual los grupos humanos pasaban de los estados más simples a los más complejos, dentro de una lógica de causalidad histórica. El principio del cambio como hilo conductor de este proceso se inspiraba fuertemente de la naturaleza evolutiva detectada por la ciencia en los diversos fenómenos geológicos y biológicos (Johnson, 2001).

Por otra parte, la evolución respetaba algunos principios básicos: el de orden, que evocaba una transición controlada entre cada etapa evolutiva, el de perfectibilidad, que recuerda la ortogénesis lamarckiana, y el de unilinealidad, que identificaba etapas evolutivas fijas para cada cultura (Continenza, 2004).

El evolucionismo social basa sus postulados teóricos en un método comparativo, partiendo del supuesto según el cual las sociedades más complejas son por esta misma razón las más avanzadas. Al tener diferentes ritmos de evolución, las sociedades se hallan en etapas diferentes del proceso evolutivo, por lo cual el científico social está en medida de establecer una taxonomía social, del mismo tipo que las taxonomías biológicas. Unido al principio de unilinealidad, este postulado taxonómico explicaba que se podían rastrear las raíces de una sociedad compleja al observar a las denominadas “culturas primitivas” que aún subsistían (Binford, 1988). Se tomaba fuertemente en cuenta la existencia de un contrato social en la definición de una sociedad compleja. Henry James Sumner Maine afirmó asimismo que la evolución tenía que ser pensada en término de leyes (Fox, 1967): la ciencia también estaba en búsqueda de las leyes de la naturaleza.

Por consiguiente, el anhelo de reconocimiento científico incitó a los primeros evolucionistas sociales a aplicar directamente postulados de las ciencias naturales al ámbito social, tal como lo hizo Spencer en su obra: éste subrayó primeramente la influencia decisiva del entorno. Se valió además de la famosa metáfora orgánica, en vista de explicar el funcionamiento del cuerpo social. Según él, las sociedades buscan alcanzar un equilibrio homeostático. Al portarse como organismos biológicos, se configuran en sistemas definidos por elementos de estructura ligados entre ellos dentro de una perspectiva funcional. Con el tiempo, las estructuras se multiplican y el sistema se adapta, complejizando cada vez más las funciones existentes entre ellas, de manera a lograr mantener un equilibrio homeostático (Bohannan, 1993).

Referencias empíricas de Spencer

Suponer que los grupos culturales evolucionan desde los estados más simples hacia los más complejos sobrentiende que las sociedades complejas tuvieron antepasados cuya organización social fue rudimentaria. ¿Tenía Spencer bases empíricas (y tal vez arqueológicas), que le permitieran comprobar esta hipótesis? ¿Qué clase de evidencias propone en sus escritos?

Cabe resaltar que las referencias empíricas de Spencer se basan principalmente en el conocimiento etnográfico que se tenía en esa época acerca de las llamadas “sociedades primitivas”. En efecto, bajo el punto de vista de la taxonomía evolucionista unilineal, Spencer consideraba que las sociedades cazadoras-recolectoras de su época eran semejantes a las que habían antecedido a las denominadas “sociedades civilizadas” de su tiempo, por lo cual brindaban una base al estudio del origen de estas sociedades avanzadas. Sostenía además que sólo un tipo de vida agrícola permitía el desarrollo de un grupo social, desde una visión netamente etnocéntrica y armonizada con la ideología del expansionismo colonial europeo:

Que de pequeñas hordas errantes hayan surgido las más amplias sociedades es una conclusión de no ser discutida. Las herramientas de los pueblos prehistóricos, aún más rústicas que las del uso salvaje existente, implican la ausencia de aquellas artes a través de las cuales sólo grandes aglomeraciones de hombre son posibles. Las ceremonias religiosas que sobrevivieron entre las antiguas razas históricas apuntaban hacia una época en que los progenitores de estas razas tenían cuchillos de pedernal, y obtenían fuego frotando entre sí pedazos de madera, y debían haber vivido en grupos tan pequeños como sólo podía ser posible antes del surgimiento de la agricultura (Carneiro, 1967: 26, mi traducción).

Más allá de esta aplicación del principio etnográfico en sus fundamentos empíricos, la obra de Spencer demuestra claramente la falta de evidencias arqueológicas en la época en que escribe. Cierto es que cita a John Lubbock (Carneiro, 1967), considerado como uno de los pioneros de la arqueología prehistórica, pero acude más frecuentemente a las civilizaciones clásicas antiguas, mejor conocidas y susceptibles de ofrecer un margen más amplio a la reflexión evolucionista. De esta manera, Spencer hace referencia a los Incas, citando por ejemplo a Garcilaso de la Vega (Carneiro, 1967). Desarrolla sus ejemplos a partir de hechos culturales conocidos acerca de los griegos, los romanos y los egipcios: la presencia de escritos había considerablemente favorecido el desarrollo de esta rama de la arqueología. Spencer hace luego referencia a Maspero y Wilkinson, unos de los padres de la egiptología, a fin de explicar la complejización del sistema político egipcio, con la creación del alto y bajo Egipto. Realiza también una interpretación de las representaciones visibles en frescos y papiros, señalando por ejemplo que los sacrificios ahí representados son señales de un crecimiento del poder monárquico (Carneiro, 1967).

Por lo visto, la argumentación de Spencer se derivaba esencialmente de evidencias etnográficas basadas en el principio teórico de uniformidad, así como en postulados de la arqueología clásica. En lo que se refiere a la prehistoria, la referencia material es nula y las inferencias se desarrollan sobre todo en torno a conocimientos etnográficos. Al parecer, se trata de un tipo de reflexión que se despliega exclusivamente en el campo teórico: los postulados iniciales adquieren la categoría de axioma y las referencias empíricas son sobre todo usadas en tanto que ilustran los puntos de partida teóricos. En la medida en que los pensadores sociales de esa época creían estar en lo justo, el esfuerzo por dejarse cuestionar por la realidad era mínimo. Desde esta perspectiva, se entiende por qué no existió una base empírica mayormente documentada, que se hubiera basado también en otro tipo de evidencias, como las de la arqueología prehistórica por ejemplo. Por lo tanto, se refleja que la interacción entre arqueología prehistórica y evolucionismo social es prácticamente inexistente en esa época.

No olvidemos que en el siglo XIX, la ciencia se hallaba aún fuertemente estigmatizada por la tendencia dogmática que había dominado a Europa en los siglos anteriores. La fe en la ciencia y la importancia atribuida a la lógica del discurso científico debilitaban de cierta manera el papel justificativo de la base empírica. No obstante, los avances posteriores de la ciencia a nivel técnico y experimental demostraron el valioso aporte de las distintas teorías propuestas por la antropología naciente.


NACIMIENTO DE LA ARQUEOLOGIA PREHISTÓRICA

Pese a la falta aparente de fundamentos prehistóricos en las obras de los primeros científicos sociales, ya se estaban dando varios descubrimientos arqueológicos en Europa durante la misma época. No obstante, éstos provocaron una gran incertidumbre en el mundo científico, y fueron difícilmente aceptados en tanto que contradecían las ideas preconcebidas acerca de la naturaleza humana. La publicación del Origen de las Especies acuñó la credibilidad de los descubrimientos de artefactos prehistóricos. En sus primeros años de existencia, la arqueología permaneció muy cercana al ámbito de las ciencias naturales. ¿Cuáles fueron los obstáculos que tuvo que enfrentar el pensamiento prehistórico y cómo logró ser aceptado? ¿Cuáles fueron los primeros descubrimientos de la arqueología prehistórica? ¿Tuvo la arqueología un enfoque cultural en torno a estos hallazgos?

Inicios del pensamiento prehistórico.

La existencia de artefactos líticos prehistóricos se conocía ya desde la Edad Media, pero se creía que éstos habían sido formados naturalmente por rayos, o que tenían un origen sobrenatural (Alcina Franch, 1972).

Siglos más tarde, el hallazgo de fósiles de grandes animales desaparecidos introdujo dudas acerca del carácter fijo e inmutable de la creación divina. Surgió entonces la teoría catastrofista, según la cual habían existido varias creaciones (separadas por diluvios universales), en algunas de las cuales habían habitado los grandes animales descubiertos.

Hacia los años 1850, se pensaba también que la humanidad no tenía más de seis o siete mil años, de acuerdo con las evidencias bíblicas. En Francia, cualquier vestigio anterior a la dominación romana se conocía como céltico. Los aportes geológicos del catastrofista Cuvier habían ya delineado la existencia de una era cuaternaria o antediluviana, en que no se concebía la existencia de seres humanos (Hubert, 1970).

Los primeros arqueólogos debieron enfrentarse a esta teoría, así como al rechazo categórico de que los artefactos líticos descubiertos hayan sido creados por mano del hombre. Esto les fue posible gracias a Lyell, pionero de la geología. A partir de su principio de uniformitarismo, Lyell definió que los fenómenos geológicos terrestres habían contribuido a formar distintos estratos en los suelos:

Las implicaciones de la teoría de Lyell para los arqueólogos significaban que los utensilios depositados en grava intacta a varios pies bajo el nivel actual del suelo eran muy antiguos, y desde luego pertenecían a la época que J. Frere había descrito en su carta a la Society of Antiquity de Londres como “más allá del mundo actual” (Glyn, 1986: 86).

Los primeros descubrimientos científicos

En 1797, el inglés John Frere descubrió un foso de grava en Suffolk, Inglaterra. Comunicó su hallazgo a la Royal Society, basándose en una identificación estratigráfica de la proveniencia de los artefactos, así como en su posible origen humano (Glyn, 1986).

Pero el aporte más decisivo lo hará sin duda alguna Jacques Boucher de Perthes, décadas más tarde, en Francia. Durante sus solitarias caminatas en Abbeville, Boucher de Perthes encontró por casualidad piedras que parecían ser muy antiguas y talladas por manos humanas. Intrigado, el caminante empezó a coleccionar sus hallazgos pero sus dudas acerca del origen humano de estos vestigios se despejaron seis años más tarde, con el descubrimiento de unas hachas de mano en un yacimiento aledaño que también contenía restos de grandes animales desaparecidos. En 1839, luego de haber presentado sus hachas al Instituto de París, Boucher de Perthes se vio animado a conformar un grupo de obreros que le ayudarían a seguir sus investigaciones. Adoptó un método de investigación inspirado en las leyes de la estratigrafía, lo cual no lo alejó de teorías algo descabelladas. Inclusive tuvo la intuición de analizar los restos de flora cristalizados en medio de los diferentes estratos del suelo, tal como lo haría un paleobotánico moderno. Como consecuencia, preparó diversos escritos referentes a los resultados de sus investigaciones. Durante muchos años, intentó llamar la atención de los más grandes científicos de la época sobre sus hallazgos: en vano (Hubert, 1970).

Quiero llamar su atención sobre esta laguna de nuestra historia, sobre esta ignorancia nuestra de los primeros pasos del hombre en la tierra; deseo arrojar un poco de luz sobre estas gentes primitivas, sobre sus costumbres, sus hábitos, sus monumentos o los restos que hayan dejado (en Glyn, 1986: 63).

No obstante, científicos ingleses se enteraron de los descubrimientos de Boucher de Perthes y viajaron a Francia para examinar más detenidamente las evidencias halladas. Algunos científicos franceses también lo visitaron. En 1863, Boucher de Perthes creyó haber encontrado restos humanos cerca de artefactos “antediluvianos”. La existencia de un hombre “antediluviano” desencadenó apasionados debates, consagrando por fin la fama científica de Boucher de Perthes. Mucho más tarde, se comprobó que dichos restos eran en realidad modernos, pero al menos habían contribuido al justo reconocimiento de la obra de su descubridor (Hubert, 1970).

Mientras tanto, en Francia e Inglaterra se estaban multiplicando los hallazgos líticos. En 1859, Joseph Prestwitch publica On the occurrence of flint implements associated with the remains of animal extinct species in beds of geological period at Amiens and Abbeville and in England at Hexne. En Amiens, Falconer descubrió pedernales tallados en huesos de oso y rinoceronte. Dedujo que éstos habían sido ejecutados por pueblos que no conocían el metal. Edouard Lartet, por su parte, inició una exploración más amplia del contexto geológico de los yacimientos.

Con todo, esta ola de hallazgos necesitaba aún ser acreditada con el descubrimiento de restos humanos cerca de los artefactos. En 1857 fueron descubiertos los restos del hombre de Neandertal, en Prusia Renana. Pero su silueta asombrosa no hizo más que generar dudas en cuanto a la naturaleza humana de este extraño espécimen (Glyn, 1986).

El sistema de las tres edades

Frente al extenso registro arqueológico recuperado por los primeros arqueólogos, éstos empezaron a clasificar los artefactos, con la finalidad de obtener un panorama científico de análisis, dentro de las reglas de la taxonomía. Los antiguos griegos ya habían definido la existencia de una edad de piedra en la historia de la humanidad.

En base a sus hallazgos, los arqueólogos escandinavos crearon una secuencia de tres edades prehistóricas: la edad de piedra, de bronce y de hierro. Este sistema fue empleado en la clasificación de herramientas para el Museo Nacional de Copenhague (1819), y retomado por otros investigadores europeos. Según Christian Jürgensen Thomsen, primer conservador del Museo de Copenhague, la edad de piedra se caracterizaba por artefactos de piedra, madera o hueso. Por otra parte, la edad de bronce se destacaba por una mayor habilidad en el acabado de las herramientas, por lo cual Thomsen dedujo que sus artesanos debieron haber conocido la escritura, acotando que la piedra debió seguir siendo usada, debido al alto costo del bronce. Finalmente, se supuso que la edad del hierro fue seguramente originada por aportes originarios del sur de Europa (Glyn, 1986).

Resulta relevante observar que, al igual que en el caso de las ciencias sociales de esa época, los primeros hallazgos prehistóricos estuvieron fuertemente influenciados por las teorías de Lyell y Darwin.

La gran extensión del ámbito de la historia humana, implícita en la idea de que el hombre surgió de una especie animal precedente, en un período remoto del tiempo, subraya la necesidad de encontrar fósiles que den testimonio de su desarrollo tanto cultural como biológico (Clark citado por Glyn, 1986:111).

De hecho, la publicación reciente del Origen de las Especies empezaba ya a actuar sobre las mentalidades. A través del registro prehistórico, la arqueología estaba en medida de aportar evidencias decisivas frente a la polémica en torno a la existencia de una evolución dentro de la especie humana.

Como resultado, y debido también a los fuertes prejuicios en torno a la historia de la especie humana, la ciencia arqueológica se limitó en un primer tiempo a acumular evidencias materiales. Por ende, no hubo ninguna interacción con la ciencia social, a pesar de que tanto ésta como la arqueología surgieron de postulados científicos evolucionistas. Pero la implicación de la arqueología en el debate en torno a la evolución de la especie humana explicó en un principio su fuerte vinculación con la geología y las ciencias naturales. Contrariamente a las teorías del evolucionismo social, la arqueología se definía esencialmente en ese momento por la descripción de su base empírica esto es, del registro material, por lo cual ciencia social y arqueología podían complementarse. De hecho, la aceptación de las teorías darwinistas fortaleció poco a poco el reconocimiento de una realidad prehistórica humana, y fue solamente en ese momento que los primeros arqueólogos empezaron a preocuparse por el contexto cultural de los artefactos prehistóricos encontrados.


LAS PRIMERAS TEORÍAS ARQUEOLÓGICAS

Siendo el evolucionismo cultural la única escuela de pensamiento que en ese momento ofrecía parámetros de análisis del contexto social, la arqueología prehistórica se tornó naturalmente hacia ella en el desarrollo de sus primeras teorías.

No olvidemos además que tanto el evolucionismo cultural como la arqueología compartieron las mismas raíces, por lo cual, en teoría, su interacción se podría dar mucho más fácilmente. ¿En qué medida se ven reflejadas las teorías evolucionistas en las primeras interpretaciones arqueológicas? Luego del vacío prehistórico de la primera etapa de su existencia, ¿logró al fin el evolucionismo integrar la evidencia arqueológica a sus planteamientos? ¿De qué manera?

La influencia evolucionista

En 1868, el profesor Sven Nilsson publica su Primitive inhabitants of Scandianavia: an essay on comparative ethnography… containing a description of the implements, dwellings, tombs and mode of living of the savages in th North of Europe during the stone age, a través del cual pretendía contribuir a la “historia del desarrollo gradual de la humanidad” (Nilsson citado por Glyn, 1986).

Estoy cada vez más convencido de que, lo mismo que en la Naturaleza somos incapaces de concebir correctamente la importancia de los objetos individuales sin poseer una perspectiva clara de la propia Naturaleza considerada en su totalidad, del mismo modo somos incapaces de comprender adecuadamente lo que significan las antigüedades de un país concreto, sin comprender claramente que se tratan de fragmentos de series progresivas de civilizaciones y que la raza humana ha estado siempre, incluso en la actualidad, avanzando firmemente en la civilización (idem: 106).

A partir de la observación del registro arqueológico, Nilsson propone una secuencia evolutiva muy similar a las de los pensadores sociales de su época. Esta secuencia inicia con la categoría salvaje, representada por un estilo de vida precario, dictado por las necesidades básicas y propio a la modalidad de caza y recolección. Gracias a la adquisición de experiencia, el individuo cae luego en cuenta de las ventajas de la práctica del pastoreo. Este modo de subsistencia entrena en una tercera etapa la sedentarización del grupo, con la aparición de la agricultura, la producción de excedentes, el desarrollo de una economía y la invención de la escritura. En este punto, se hallan reunidos todos los requisitos necesarios a la última etapa del proceso evolutivo, esto es, la formación de una nación, caracterizada por su organización, especialmente en el ámbito del trabajo.

Así, la nación, mediante la organización de la sociedad, es capaz de cumplir de manera más perfecta la misión que le ha sido designada: adquirir el grado más alto de cultura y el estado más alto de civilización (Nilsson, citado por Glyn, 1986:108).

El establecimiento de una taxonomía en arqueología venía del supuesto evolucionista según el cual la humanidad era guiada por el progreso. La arqueología se sentía entonces llamada a rastrear en el registro material las distintas etapas que había conocido la evolución humana.

En el sistema antiguo, las culturas del Paleolítico aparecían como una sucesión lineal con divisiones horizontales claras, como ocurre en una sección geológica. Para los pioneros de la prehistoria estas culturas se desarrollaron lógicamente una a partir de la otra, en un movimiento ordenado ascendente, y se asumía que representaban etapas universales en la historia del progreso humano (Garrod citado por Binford, 1988:94).

Arqueólogos como Lubbock usaron asimismo acercamientos normativos al estudio de las culturas del pasado. El investigador dividió así a su Orígenes de la civilización y la condición primitiva del hombre en: condición social e intelectual, arte, sistemas de matrimonio y parentesco, religión, lenguaje, carácter moral y leyes. Asimismo, instaura distintas etapas en el desarrollo de la religiosidad, desde el ateísmo hasta la idolatría o antropomorfismo, pasando por el fetichismo, el culto a la naturaleza y el totemismo, así como el shamanismo. Se le debe también la división taxonómica de la Edad de Piedra en Paleolítico y Neolítico (Glyn, 1986).

Por otra parte, la arqueología recuperó el principio evolucionista de unilinealidad: debido a que la humanidad había pasado por las mismas etapas evolutivas pero a un ritmo distinto, en un momento preciso de la historia humana, era posible identificar los diferentes eslabones de la evolución. Por consiguiente, la arqueología veía la utilidad de estudiar a las sociedades “primitivas” que le eran contemporáneas, a fin de entender las culturas prehistóricas. El componente etnográfico pasó luego a ser fundamental en esa época de la arqueología. El danés Jens Jacob Asmussen Worsaae, considerado como uno de los pioneros de la arqueología prehistórica, indica:

Al cabo del tiempo se fijó la atención sobre el hecho de que, aún en la actualidad, en varias islas de los mares del Sur y en otras partes existen razas salvajes que, sin conocer el uso de los metales, emplean utensilios de piedra con forma y adaptación idénticas a los que se desenterraron en Dinamarca en grandes cantidades, y además se mostró la manera en que aquellos salvajes hacían uso de utensilios tan sencillos y aparentemente tan inútiles. Después de esto nadie podía ya dudar que nuestras antigüedades de piedra fueran utilizadas también como instrumentos en épocas en las que se desconocían los metales o eran tan escasos y costosos que sólo los poseían unos cuantos individuos (Worsaae, citado por Glyn, 1986:99).

Desde este punto de vista, Worsaae preconizó el empleo del método comparativo entre el registro prehistórico y los datos etnográficos, así como entre la evidencia arqueológica de diversas áreas geográficas. Lubbock compara asimismo los artefactos de la Edad de Piedra con los de esquimales y polinesios. El suizo Morlot, otro investigador que había adoptado el sistema de las tres edades, recomienda también la referencia a fuentes etnográficas, luego de haber descubierto vestigios prehistóricos en el lago de Zurich luego de la sequía de 1853:

Así, la etnología nos ofrece lo que podría llamarse una escala contemporánea de desarrollo, cuyas etapas son más o menos fijas e invariables, mientras la arqueología traza una escala de desarrollo sucesivo, con una gradación que recorre toda la línea (Morlot, citado por Glyn, 1986:115).

De igual manera, Lubbock afirma:

(…) el conocimiento de los salvajes modernos y de su género de vida nos permite concebir más claramente y describir con más exactitud los usos y costumbres de nuestros lejanos antecesores (Lubbock, 1888: VII).

Su obra se basa sobre todo en evidencias etnográficas, y deja poco espacio al análisis per se del registro arqueológico. A más de sus múltiples especulaciones personales, cita a muy pocos arqueólogos y bastante a evolucionistas tales como Bachofen, Mc Lennan y Lewis Henry Morgan, de cuyas teorías también rescata el concepto de supervivencia: según Lubbock, la presencia de artefactos o prácticas rudimentarios en las grandes civilizaciones de la Antigüedad comprueba claramente la existencia de sociedades primitivas previas. Por último, al igual que los demás arqueólogos de esa época, Lubbock defiende prejuicios etnocentristas acerca de los pueblos prehistóricos y/o “primitivos”, asociándolos a una mentalidad infantil:

Nuestros antepasados, desde hace muchas generaciones, han tenido conciencia de que unas acciones eran buenas y otras malas, pero su código de moralidad ha variado mucho en los distintos tiempos (…) Los niños demuestran un íntimo sentimiento del bien y del mal, pero no una convicción clara intuitiva de lo que es bueno o malo (Lubbock, 1888: 356).

Por lo visto, esa etapa de la arqueología se caracteriza por una adhesión total a la teoría evolucionista, hasta tal punto que la arqueología llega a aceptar los axiomas de dicha escuela de pensamiento, sin buscar contrastar críticamente sus postulados con las evidencias materiales que estaban siendo descubiertas. ¿Cuál fue la reacción de los evolucionistas frente a la acumulación de evidencia material prehistórica?

Integración de la evidencia arqueológica al pensamiento evolucionista social

El evolucionista Morgan, padre de la antropología, se destacó por haber resaltado la importancia de la cultura material en el estado de desarrollo de una sociedad. Este posicionamiento significó ya un acercamiento significativo hacia la ciencia arqueológica, ya que ésta se basa principalmente en el registro material. Desde esta perspectiva, en Primitive Culture, a más de fundamentarse en datos etnográficos y en la arqueología clásica, Morgan acude a evidencias prehistóricas. Refiriéndose a la importancia de la cerámica, señala que se habían hallado vasijas en Oregon, por lo cual deducía que los indios Pueblo habían pasado por la etapa evolutiva propia de la cerámica (Morgan, n/d). Menciona también a los objetos de bronce descubiertos en Suiza, Austria y Dinamarca, y anteriores al uso del hierro. No obstante, debido al desarrollo incipiente de la arqueología, Morgan se muestra cauteloso en cuanto a la integración de la taxonomía arqueológica a su corpus teórico, prefiriendo el empleo de criterios distintos en la definición de la escala evolutiva humana.

Los términos “Edad de Piedra”, de “Bronce” y de “Hierro”, introducidos por arqueólogos daneses, han sido sumamente útiles para ciertos propósitos, y seguirán siéndolo para la clasificación de objetos de arte antiguo, pero el progreso del saber ha impuesto la necesidad de otras subdivisiones diferentes. Los objetos de piedra no quedaron del todo arrumbados con la introducción de herramientas de hierro, ni con las de bronce (Morgan, n/d: 55).

Al parecer, la falta de un marco teórico concreto en los primeros estudios arqueológicos perjudicó la colaboración entre arqueología y pensamiento social. La arqueología era aún asociada a las ciencias naturales en general, y los evolucionistas sociales acudían a ella como tal. Además, como vimos, la justificación de los conceptos teóricos a través de evidencia material no era mayormente valorada dentro de la escuela de los primeros científicos sociales.

En cambio, Edward Burnett Tylor, otra figura imponente de la teoría antropológica evolucionista, vio en mayor escala el beneficio que podía significar la incorporación de las evidencias arqueológicas al cariz empírico de la teoría evolucionista. En efecto, la arqueología podía contribuir con conocimientos útiles sobre la prehistoria humana, en ese entonces muy mal conocida. Consiguientemente, Tylor consagra segmentos importantes de su obra al análisis de la evidencia arqueológica, testigo empírico de la validez teórica del evolucionismo cultural. En su Antropología, incluye ilustraciones de artefactos paleolíticos y explica el desarrollo de sus técnicas de elaboración (probablemente en base a especulaciones personales o a conocimientos etnográficos).

Las lajas más finas se obtenían, no a golpes, sino mediante la presión con un instrumento a propósito de madera o cuerno (Tylor, 1973: 212).

Así que estos útiles o instrumentos eran muy inferiores a los escoplos de la última edad de piedra, primorosamente afilados por medio del roce (idem, 1973: 213).

Asimismo, establece una secuencia evolutiva del hacha, desde el hacha egipcia (semejante a la paleolítica), hasta la podadera hindú (Tylor, 1973). Estos estudios son complementados con citaciones de varios arqueólogos tales como Lubbock, Evans y Nilsson. En verdad, Tylor está íntimamente convencido del enriquecimiento teórico aportado por la combinación del estudio arqueológico y etnográfico:

Al comparar las distintas etapas de la civilización entre las razas conocidas de la historia, con la ayuda de la inferencia arqueológica de los restos de tribus prehistóricas, parece posible juzgar de forma elemental la condición general temprana del hombre, que, según nuestro punto de vista, tiene que ser vista como una condición primitiva, sea cual fuere el carácter aún más temprano de la etapa que la podría haber precedido (Tylor, 1958: 21, tda).

Más allá de simplemente adaptar la evidencia arqueológica a sus propias teorías, la cautela científica de Tylor lo conduce ya a mencionar el contrapunto que la arqueología presenta a algunos de sus planteamientos. Partiendo del análisis del registro arqueológico, -especialmente de las estatuas gigantes de las islas de Pascua-, y comparándolo con la cultura moderna que las habitaba en esa época, llega a la conclusión de que las islas padecieron un proceso de degeneración cultural. No obstante, reconoce con Lubbock que, en términos generales, la teoría de la degeneración carece de fundamentos arqueológicos (Tylor, 1958).

Como vemos, luego del gran impulso que conoció la arqueología en los años de la publicación del Origen de las Especies, hubo cierto estancamiento en la comprensión del material encontrado, debido a técnicas aún deficientes. Como resultado, inspirándose del evolucionismo cultural, la arqueología se sujetó considerablemente a la evidencia etnográfica y a los supuestos teóricos evolucionistas. Consciente a su vez de las limitaciones de la incipiente ciencia arqueológica, los evolucionistas la emplearon con cautela en sus escritos, y principalmente a la medida de sus propias teorías. Por esta razón, la asimilación de la arqueología a la antropología a finales del siglo XIX no conducirá hacia mayores descubrimientos científicos. Se produjo una situación en que la arqueología buscó desarrollarse como disciplina autónoma en base a su registro material y a los principios teóricos existentes del pensamiento social, mientras que éste se desenvolvía en sus axiomas teóricos. Habrá que esperar la llegada de nuevas escuelas de pensamiento y el desarrollo de innovaciones técnicas arqueológicas para sacar adelante el conocimiento de la cultura desde ambas disciplinas.


CONCLUSIÓN

A estas alturas de nuestro análisis, cabe recordar que tanto la vertiente prehistórica de la arqueología como el evolucionismo cultural se inspiraron en los avances llevados a cabo por las ciencias naturales, especialmente por la geología de Lyell y el darwinismo, dentro del paradigma evolucionista del siglo XIX en que nacieron la ciencia social y la arqueología. En su anhelo de ser reconocida como ciencia y frente al papel decisivo que cobró en la comprobación de las implicaciones humanas de la selección natural, la arqueología prehistórica se limitó en una primera etapa a acumular evidencias. En ese momento, la arqueología se desarrolló esencialmente en el campo de la geología y la biología.

Posteriormente, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el darwinismo empezó ya a ser aceptado en los círculos científicos, los arqueólogos buscaron indagar más detenidamente sobre el contexto cultural de los individuos que habían producido las evidencias encontradas, por lo cual se valieron enseguida del pensamiento de la escuela evolucionista, igualmente inspirada por los hallazgos científicos de esa época. Fue una época en que el evolucionismo tomó plenamente posesión del ámbito arqueológico, en un contexto en el que la ciencia aún tenía dificultades en salir de su dimensión dogmática heredada de los siglos anteriores.

¿Se puede asimismo hablar de una integración decisiva de la arqueología prehistórica en el análisis del evolucionismo cultural? Al parecer, esta integración se dio en una escala mucho menor, debido también al incipiente desarrollo de la ciencia arqueológica.

La importancia de entender el contexto de desarrollo de la arqueología prehistórica radica en que, durante largas décadas, ésta seguirá enmarcada dentro del evolucionismo y posteriormente, del difusionismo. El supuesto teórico según el cual las sociedades actuales de cazadores-recolectores ofrecen pautas de entendimiento al estudio de las culturas prehistóricas aún permanece en arqueología, pero se encuentra ya basado en fundamentos empíricos mucho más confiables y desarrollados. Por este motivo, la interacción entre las diferentes ramas de la ciencia resulta particularmente productiva en el desarrollo del conocimiento. Al originarse en diversas corrientes filosóficas y científicas y al engendrar varias disciplinas a su vez, el evolucionismo biológico o geológico también demostró la riqueza de la interdisciplinariedad: el caso de la arqueología y de la ciencia social comprobó el arduo camino que significaba el implemento de un intercambio entre dos campos del conocimiento, especialmente dentro de un ámbito en que cada ciencia aún creía poseer por sí sola la clave del conocimiento.

De hecho, si en un principio puede parecer que la arqueología se dejó “asfixiar” por las influencias de las distintas escuelas de pensamiento, éstas determinaron aportes fundamentales para la arqueología, al ayudarle a consolidarse como ciencia y beneficiándose a su vez de sus contribuciones. Es innegable que la arqueología sacó sus conclusiones más decisivas con la definición de una teoría propia y de técnicas eficientes de datación, pero logró alcanzar esta configuración teórica gracias a las influencias de otras perspectivas científicas. Al igual que en otras ciencias, su relación con los demás campos del conocimiento fue luego esencial para su crecimiento científico. Una ciencia no puede ni desarrollarse ni crecer a partir de la nada, y el surgimiento de la ciencia moderna desde una visión cristiana lo demuestra explícitamente. Por lo tanto, tal como lo especificó Binford, la integración de otros campos del saber es productiva para la arqueología, siempre y cuando ésta desarrolle sus propios marcos teóricos, lo cual finalmente consiguió gracias a sus bases originarias.


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