(Ambato, 23 de Julio de Julio de 1986)
Ilustrísimo Señor Alcalde
Dignas Autoridades cantonales y provinciales
Nobles habitantes de Ambato
La austera presencia de quien trocó el mundo de los combates y de los sueños por el de su eternidad gloriosa, da al recinto en que nos hallamos un ambiente de misterio indecible. Aquí, como en ninguna otra parte -evocando al poeta- sería de estricto rigor: “… que los labios guarden el silencio, para escuchar hablar al corazón”.
Sin embargo, las inesperadas como inmerecidas demostraciones de generosidad de que he sido objeto por parte de esta notable Ciudad, representada por tan valiosos dignatarios y particularmente por el Ilmo. Señor Alcalde, me mueven a ensayar tímidamente un agradecimiento en frases que habría deseado evocasen en algo la riqueza de quien, por siglos aún, será llamado el Cervantes americano.
Habéis mencionado, Señor Alcalde, mis modestísimos trabajos que, realizados en los sitios mismos en que nuestro Don Juan vivió sus últimos años terrenales, no tuvieron otro mérito sino es el de haber penetrado ligeramente en aquello de más noble y delicado de la vida íntima, para revelar algunos rasgos de sus sentimientos familiares y afectivos. Rasgos que fueron ocultados por sus contemporáneos o primeros biógrafos, por razones que hoy no nos satisfacen o porque el mismo Don Juan, con aquella “meticulosa pulcritud de toda su persona”, que admiró uno de sus amigos más allegados, y que añadió: “… Sólo por ciertas reflexiones y entonaciones que murmuraba a media voz, con el pertinaz y lento dejo americano, que contrastaba con la viveza de su estilo, hacía suponer que el severo escritor leía con gusto el respeto y cariño de dos ojos que le miraban embelesados, sumisos”. Pero, como insiste aquel cronista español: “En lo demás, era el de siempre, caracterizado por la pulcritud”.
Acerca de lo trivial de aquella escena parisiense que fue el punto de partida de mis investigaciones, durante más de veinte años -al margen de mis funciones diplomáticas, de mis tareas docentes- me permitieron frecuentar bibliotecas, pero, en especial, aquellos sitios que consagró con su presencia y que van de la calle Cardinet a la Plaza de Champerret; disfrutar como él de la sombra de los olmos que plantara María de Médicis en los Jardines del Luxemburgo o meditar bajo los árboles con que Felipe de Orléans, duque de Chartres, hizo del Parque de la Plaine Monceau, el más bello de la capital francesa. A este Parque solía venir Don Juan en su diario paseo, acompañando a su hijo Juanito, deleitándose allí con la suavidad de aquellos boscajes que le evocaban la soledad de Ficoa… y hacia el final de la tarde, a través de los grandes bulevares, era frecuente verle dirigirse al gran cuotidiano de la calle Drouot, en donde se juntaba con varios escritores franceses, o a la Redacción de la revista “EUROPA Y AMÉRICA”, de la que fue asiduo colaborador y en donde también encontraba a altos representantes de las letras españolas e hispanoamericanas.
Más de una vez, en mis correrías imaginaba verle paseando por aquellos lugares, con el punzante recuerdo de la patria lejana triturándole las entrañas o rumiando aquellas terribles páginas contra los malos gobernantes de nuestra América. Estaba lejos de su patria, es verdad, pero convencido de que la distancia permite comprender mejor los hechos y a los seres de una manera más pura… y seguro de que no hay otra eternidad sino la escritura. En estas mis andanzas, debo confesaros; tímidamente me atrevía a pensar que, tal vez, el espíritu del gran Cosmopolita guiaba, un poco, mis pasos. Y más, cuando en aquel abril florido y refrescante de 1964, pude recomenzar estas mismas peregrinaciones en compañía de su hijo Juan, absorbido yo por sus relatos -conservador maravilloso y erudito- que a cada paso revivían historia de un pasado que para él adquirían una extraña actualidad.
Señor Alcalde, noble ciudad de Ambato, el honor con el que en este día, memorable para mí, colmáis mi modesta persona, apenas si me permite hallar las palabras para deciros: ¡muchas gracias! Esta altísima Condecoración que la guardaré religiosamente y que la transmitiré a mis hijos como invalorable herencia, más que una recompensa por mis breves trabajos, la considero como un estímulo para futuras actividades.
Por lo mismo y puesto que estamos en las antevísperas del centenario de aquel 17 de enero de 1889, cuando desde entonces gracias al prestigio de las letras, lo precario, lo huidizo se convirtió de pronto en luz que hasta hoy nos ilumina y nos seguirá iluminando, permitidme informaros -como modesto aporte que trataré de corresponder a vuestras generosidades- del “Proyecto” que se ha trazado en la Universidad de París X-Nanterre, al aproximarse dicho Centenario. Tuve a honra presentar este plan que, aprobado ya por nuestro Presidente del “Centro de Estudios Ecuatorianos” y Director del “Instituto Iberoamericano” de dicha Universidad, Profesor Charles Minguet, en forma de “Circular” se enviará en octubre próximo a los hispanistas de las Universidades francesas y de otros países europeos. En síntesis, esta Circular propone:
- La organización de un COMITÉ que se encargará de trazar las grandes líneas de un Programa de ese Centenario;
- La preparación del II° Coloquio montalvista que podría reunirse en París, en enero de 1989, y en Ambato, en abril o junio del mismo año;
- La posibilidad de que las obras de Montalvo entren a formar parte de los programas universitarios. En cuanto a París X, está aprobado ya que a partir de 1987, la obra de Montalvo se inscribirá en los estudios de la Universidad; y
- Finalmente, se sugerirá la creación de un Gran Premio “MONTALVO” para trabajos de un concurso de alto nivel universitario y de investigación, con ocasión del Centenario.
Señor Alcalde, dignísimas Autoridades cantonales y provinciales, deseo terminar renovándoos mi agradecimiento, todavía sacudido de emoción por vuestra generosidad y como sacudido también –en palabras de Proust- por tantas cosas que no se ven únicamente con los ojos, pero que se sienten hondamente en el corazón.
Nuevamente: mi sincero ¡gracias! Y a todos los aquí presentes.
A. Darío Lara
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