Por Catherine Lara*
El continente americano cuenta con una de las más importantes tradiciones metalúrgicas del mundo. Irónicamente, la mejor prueba de ello la dieron los conquistadores europeos, al identificar a América con “El Dorado”, en base a la riquísima tradición metalúrgica que hallaron en el nuevo continente, y que fue en gran parte absorbida por su codicioso afán de enriquecimiento.
Desde ese entonces, la huaquería no ha dejado de causar irreparables estragos en el patrimonio metalúrgico prehispánico de América. Los arqueólogos fueron los primeros en superar la simple atracción superficial del brillo del metal, dando paso a una investigación profundizada sobre el significado de los objetos que, como cualquier producción cultural (y más aún, de pueblos desaparecidos), merecen todo el respeto y la atención por parte de la comunidad científica y de las autoridades responsables de la protección del patrimonio y la construcción de identidades nacionales.
La arqueología metalúrgica se vale principalmente de las múltiples referencias etnohistóricas y etnoarqueológicas existentes en torno a las técnicas metalúrgicas, así como de análisis químicos operados sobre el registro metalúrgico. De esta manera, los arqueólogos estuvieron en capacidad de “hacer hablar” las piezas sobre el mundo de sus creadores.
Si bien se habla de una “metalurgia americana”, la diversidad cultural del Nuevo Mundo engendró una variedad de técnicas y estilos metalúrgicos, desde el área de los Grandes Lagos hasta Argentina y Chile. De hecho, el relieve americano colma al continente con numerosos yacimientos de diversos metales: el cobre de los Grandes lagos, el oro de la zona peruano-boliviana, la plata del Ecuador, o el cobre y el estaño de Mesoamérica, Argentina y Chile.
El metal se extraía mediante dos tipos de procedimientos: el bateaje, o extracción del oro de los ríos en bateas, y la explotación superficial o de minas. Los mineros contaban con una gama variada de martillos y canastas para extraer y transportar el metal. La etapa siguiente del procesamiento metalúrgico consistía en la fabricación de las piezas. Así, la materia prima era trabajada mediante diversas técnicas, entre las cuales citaremos al martillado, la fundición (particularmente con el procedimiento de la “cera perdida”), el enchapado, la soldadura y la granulación. La superficie de la pieza era luego preparada mediante técnicas que abarcan ya el campo artístico, esto es el de la orfebrería: martillado sobre molde de madera, repujado, cinceladura, filigrana, calado e incrustación. Por último, las técnicas de acabado tales como la mise-en-couleur, el dorado de hoja, el dorado y plateado por fusión o en baño, por depleción o desplazamiento electroquímico, rinden testimonio del grado de perfección en el manejo de la materia prima alcanzado por los orfebres precolombinos.
Desde luego, los artesanos precolombinos parecen haber tenido fuertes motivaciones religiosas que explican de alguna manera su esfuerzo técnico y artístico. En efecto, el metal tenía una compleja significación simbólica en las culturas precolombinas. Asociados a las divinidades del sol y la luna respectivamente, el oro y la plata eran vistos como regalos de los dioses. Desde esta perspectiva, el metal representaba el orden primordial, identificado como fuente de energía y poder, razón por la cual la orfebrería precolombina consta de una amplia gama de representaciones zoomorfas, a su vez símbolos de la fuerza de la naturaleza. Por otra parte, el hallazgo de numerosas piezas en contextos funerarios refuerza la idea del metal como símbolo de lo primordial, al que regresa el individuo cuando muere.
El carácter sagrado atribuido al metal aclara, por ende, el sentido de la ritualidad y los festejos desplegados en torno a su extracción, tales como se los practicaba en Colombia, por ejemplo. Una vez procesadas, las piezas eran a su vez motivo de celebraciones en honor al cosmos, al que representaban, pudiendo también ser consagradas en calidad de ofrendas. Las tincullpas o máscaras rituales, estudiadas por Jijón y Caamaño y usadas en las culturas precolombinas de la costa del Ecuador, son un ejemplo de este uso ritual, el cual era asegurado en algunos casos por congregaciones sagradas de orfebres.
Esta última característica nos lleva al tema de la implicación política del uso de los metales. De hecho, el manejo de una sustancia sagrada habría otorgado a los orfebres (y más aún a sus gremios), un prestigio particular entre las élites políticas y/o religiosas. No se descarta la hipótesis de la existencia de señores-orfebres. A nivel regional, el control de la producción metalúrgica, por parte de determinadas culturas, habría incrementado su aura de poder frente a los demás grupos sociales. De esta manera, la acumulación de piezas metálicas se encontraría estrechamente vinculada a la adquisición creciente de estatus y poder, tal como lo sugiere el ejemplo de las hachas-monedas, encontradas en Perú, Ecuador y Mesoamérica.
Por otra parte, la presencia de especialistas exclusivamente dedicados a la orfebrería sugiere ya una capacidad, por parte del grupo, de mantener individuos que no tenían que trabajar la tierra. Esta relación entre metalurgia y complejización social fue estudiada por el arqueólogo Carl Henrik Langebaek para el caso de Colombia. Frente a la evidente “decadencia” estilística observada en el registro metalúrgico colombiano, el investigador plantea que corresponde en realidad a un proceso de consolidación del poder: la rivalidad existente por el control político en las etapas iniciales, explicaría que cada grupo de parentesco haya buscado legitimar su fuerza mediante la producción de suntuosas piezas, mientras que el dominio político ya establecido de familias determinadas en la era cacical, justificaría la estandarización de la metalurgia, en detrimento de la calidad artística.
En el caso inca, se plantea asimismo que la difusión e imposición del bronce estañífero en todo el imperio, respondió a una intención de control sobre los territorios conquistados, por lo cual se evidencia la relación existente entre metal y poder.
Por último, señalaremos que las consideraciones tomadas en cuenta en este artículo hacen referencia directa al concepto de provincia metalúrgica, ampliamente usado en arqueología. La provincia metalúrgica configura un área de influencia constituida por diversas culturas que desarrollaron técnicas y estilos metalúrgicos similares en base a un contacto continuo y al intercambio de patrones culturales. Más allá de simples similitudes técnicas o estilísticas, la provincia metalúrgica es indicadora de la ideología religiosa, política, económica y social que fue intercambiada junto a técnicas y estilos.
Desde este ángulo, las áreas metalúrgicas del continente americano se podrían dividir en: zona de los Andes Meridionales (Sur de Perú, Bolivia, Chile y Argentina), Andes Septentrionales (Ecuador y norte de Perú), Caribe y Mesoamérica. No obstante, esta segmentación geográfica no excluye la consideración de múltiples contactos entre cada una de estas provincias. La técnica de la tumbaga, por ejemplo, originaria de los llanos venezolanos, habría llegado a las culturas del norte del Ecuador a través de los Chibchas. A la arqueología le queda aún mucho por investigar en lo que se refiere al contexto de este tipo de intercambios.
La importante destrucción sufrida por el registro metalúrgico precolombino, así como la imposibilidad de estudiar muchas piezas “en contexto”, dificultan considerablemente el cariz antropológico del trabajo arqueológico a saber, la reconstitución y reflexión sobre el significado cultural de las piezas. Afortunadamente, los progresos de la ciencia relanzan la esperanza de nuevos descubrimientos que contribuyan al esclarecimiento de múltiples incógnitas, a través del aporte de nuevas perspectivas de conocimiento. Se podrían citar los casos de la arqueología cognitiva o de propuestas teóricas multidisciplinarias sobre la manifestación de los fenómenos políticos y sociales. No obstante, el despliegue de políticas de protección del patrimonio arqueológico (especialmente latinoamericano) es imperativo dentro del desarrollo de perspectivas teóricas nuevas. Reposa entre las manos de los arqueólogos el contribuir a enmendar los errores del pasado, haciendo revivir la riqueza y memoria cultural de pueblos que fueron injustamente borrados de los recovecos de la historia.
*(In Apachita N. 7, Laboratorio de Arqueología/PUCE, Ernesto Salazar Editor, pp. 3-5. Quito, septiembre del 2006). Ver también la versión completa con la bibliografía correspondiente
El continente americano cuenta con una de las más importantes tradiciones metalúrgicas del mundo. Irónicamente, la mejor prueba de ello la dieron los conquistadores europeos, al identificar a América con “El Dorado”, en base a la riquísima tradición metalúrgica que hallaron en el nuevo continente, y que fue en gran parte absorbida por su codicioso afán de enriquecimiento.
Desde ese entonces, la huaquería no ha dejado de causar irreparables estragos en el patrimonio metalúrgico prehispánico de América. Los arqueólogos fueron los primeros en superar la simple atracción superficial del brillo del metal, dando paso a una investigación profundizada sobre el significado de los objetos que, como cualquier producción cultural (y más aún, de pueblos desaparecidos), merecen todo el respeto y la atención por parte de la comunidad científica y de las autoridades responsables de la protección del patrimonio y la construcción de identidades nacionales.
La arqueología metalúrgica se vale principalmente de las múltiples referencias etnohistóricas y etnoarqueológicas existentes en torno a las técnicas metalúrgicas, así como de análisis químicos operados sobre el registro metalúrgico. De esta manera, los arqueólogos estuvieron en capacidad de “hacer hablar” las piezas sobre el mundo de sus creadores.
Si bien se habla de una “metalurgia americana”, la diversidad cultural del Nuevo Mundo engendró una variedad de técnicas y estilos metalúrgicos, desde el área de los Grandes Lagos hasta Argentina y Chile. De hecho, el relieve americano colma al continente con numerosos yacimientos de diversos metales: el cobre de los Grandes lagos, el oro de la zona peruano-boliviana, la plata del Ecuador, o el cobre y el estaño de Mesoamérica, Argentina y Chile.
El metal se extraía mediante dos tipos de procedimientos: el bateaje, o extracción del oro de los ríos en bateas, y la explotación superficial o de minas. Los mineros contaban con una gama variada de martillos y canastas para extraer y transportar el metal. La etapa siguiente del procesamiento metalúrgico consistía en la fabricación de las piezas. Así, la materia prima era trabajada mediante diversas técnicas, entre las cuales citaremos al martillado, la fundición (particularmente con el procedimiento de la “cera perdida”), el enchapado, la soldadura y la granulación. La superficie de la pieza era luego preparada mediante técnicas que abarcan ya el campo artístico, esto es el de la orfebrería: martillado sobre molde de madera, repujado, cinceladura, filigrana, calado e incrustación. Por último, las técnicas de acabado tales como la mise-en-couleur, el dorado de hoja, el dorado y plateado por fusión o en baño, por depleción o desplazamiento electroquímico, rinden testimonio del grado de perfección en el manejo de la materia prima alcanzado por los orfebres precolombinos.
Desde luego, los artesanos precolombinos parecen haber tenido fuertes motivaciones religiosas que explican de alguna manera su esfuerzo técnico y artístico. En efecto, el metal tenía una compleja significación simbólica en las culturas precolombinas. Asociados a las divinidades del sol y la luna respectivamente, el oro y la plata eran vistos como regalos de los dioses. Desde esta perspectiva, el metal representaba el orden primordial, identificado como fuente de energía y poder, razón por la cual la orfebrería precolombina consta de una amplia gama de representaciones zoomorfas, a su vez símbolos de la fuerza de la naturaleza. Por otra parte, el hallazgo de numerosas piezas en contextos funerarios refuerza la idea del metal como símbolo de lo primordial, al que regresa el individuo cuando muere.
El carácter sagrado atribuido al metal aclara, por ende, el sentido de la ritualidad y los festejos desplegados en torno a su extracción, tales como se los practicaba en Colombia, por ejemplo. Una vez procesadas, las piezas eran a su vez motivo de celebraciones en honor al cosmos, al que representaban, pudiendo también ser consagradas en calidad de ofrendas. Las tincullpas o máscaras rituales, estudiadas por Jijón y Caamaño y usadas en las culturas precolombinas de la costa del Ecuador, son un ejemplo de este uso ritual, el cual era asegurado en algunos casos por congregaciones sagradas de orfebres.
Esta última característica nos lleva al tema de la implicación política del uso de los metales. De hecho, el manejo de una sustancia sagrada habría otorgado a los orfebres (y más aún a sus gremios), un prestigio particular entre las élites políticas y/o religiosas. No se descarta la hipótesis de la existencia de señores-orfebres. A nivel regional, el control de la producción metalúrgica, por parte de determinadas culturas, habría incrementado su aura de poder frente a los demás grupos sociales. De esta manera, la acumulación de piezas metálicas se encontraría estrechamente vinculada a la adquisición creciente de estatus y poder, tal como lo sugiere el ejemplo de las hachas-monedas, encontradas en Perú, Ecuador y Mesoamérica.
Por otra parte, la presencia de especialistas exclusivamente dedicados a la orfebrería sugiere ya una capacidad, por parte del grupo, de mantener individuos que no tenían que trabajar la tierra. Esta relación entre metalurgia y complejización social fue estudiada por el arqueólogo Carl Henrik Langebaek para el caso de Colombia. Frente a la evidente “decadencia” estilística observada en el registro metalúrgico colombiano, el investigador plantea que corresponde en realidad a un proceso de consolidación del poder: la rivalidad existente por el control político en las etapas iniciales, explicaría que cada grupo de parentesco haya buscado legitimar su fuerza mediante la producción de suntuosas piezas, mientras que el dominio político ya establecido de familias determinadas en la era cacical, justificaría la estandarización de la metalurgia, en detrimento de la calidad artística.
En el caso inca, se plantea asimismo que la difusión e imposición del bronce estañífero en todo el imperio, respondió a una intención de control sobre los territorios conquistados, por lo cual se evidencia la relación existente entre metal y poder.
Por último, señalaremos que las consideraciones tomadas en cuenta en este artículo hacen referencia directa al concepto de provincia metalúrgica, ampliamente usado en arqueología. La provincia metalúrgica configura un área de influencia constituida por diversas culturas que desarrollaron técnicas y estilos metalúrgicos similares en base a un contacto continuo y al intercambio de patrones culturales. Más allá de simples similitudes técnicas o estilísticas, la provincia metalúrgica es indicadora de la ideología religiosa, política, económica y social que fue intercambiada junto a técnicas y estilos.
Desde este ángulo, las áreas metalúrgicas del continente americano se podrían dividir en: zona de los Andes Meridionales (Sur de Perú, Bolivia, Chile y Argentina), Andes Septentrionales (Ecuador y norte de Perú), Caribe y Mesoamérica. No obstante, esta segmentación geográfica no excluye la consideración de múltiples contactos entre cada una de estas provincias. La técnica de la tumbaga, por ejemplo, originaria de los llanos venezolanos, habría llegado a las culturas del norte del Ecuador a través de los Chibchas. A la arqueología le queda aún mucho por investigar en lo que se refiere al contexto de este tipo de intercambios.
La importante destrucción sufrida por el registro metalúrgico precolombino, así como la imposibilidad de estudiar muchas piezas “en contexto”, dificultan considerablemente el cariz antropológico del trabajo arqueológico a saber, la reconstitución y reflexión sobre el significado cultural de las piezas. Afortunadamente, los progresos de la ciencia relanzan la esperanza de nuevos descubrimientos que contribuyan al esclarecimiento de múltiples incógnitas, a través del aporte de nuevas perspectivas de conocimiento. Se podrían citar los casos de la arqueología cognitiva o de propuestas teóricas multidisciplinarias sobre la manifestación de los fenómenos políticos y sociales. No obstante, el despliegue de políticas de protección del patrimonio arqueológico (especialmente latinoamericano) es imperativo dentro del desarrollo de perspectivas teóricas nuevas. Reposa entre las manos de los arqueólogos el contribuir a enmendar los errores del pasado, haciendo revivir la riqueza y memoria cultural de pueblos que fueron injustamente borrados de los recovecos de la historia.
*(In Apachita N. 7, Laboratorio de Arqueología/PUCE, Ernesto Salazar Editor, pp. 3-5. Quito, septiembre del 2006). Ver también la versión completa con la bibliografía correspondiente
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