Por A. Darío Lara
Corrían los inolvidables aunque ya lejanos días de estudiante en el Instituto Superior de la calle Chile (luego la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad Central del Ecuador), recuerdo que nuestro eximio Maestro y notable escritor, Justino Cornejo, como tema de investigación de fin de año en 1941, para la calificación final de su asignatura, nos invitó a coleccionar leyendas, cuentos, tradiciones que perduraban en las diferentes provincias del país, con el propósito de enriquecer el Folclore ecuatoriano, esta ciencia popular vastísima y poco explorada aún hasta entonces.
Fijado mi plan de trabajo, como primera medida escribí a algunos amigos solicitando su colaboración y pidiéndoles recogieran cuanto era posible de este material en su provincia natal. Mis esperanzas fueron atendidas y tuve una colaboración inmediata, pues me llegaron más de 200 textos, especialmente de Ibarra, Riobamba, Cuenca y Guayaquil. Mi primera agradable sorpresa pronto conoció una grave desilusión. Al examinar tales colaboraciones pude observar que la mayor parte se concretaban a recoger páginas de revistas de la época, de programas de la televisión, que nada tenían que ver con la auténtica tradición popular que subsiste desde siglos en nuestro pueblo. Pude, sin embargo, de aquel enorme acervo de documentos, recuperar y clasificar 30 leyendas que de algún modo podían considerarse como un aporte al proyecto inicial e inclusive prolongar la obra en que “al margen de la Historia”, el ilustre Cristóbal Gangotena y Jijón, coleccionó “leyendas de pícaros, frailes y caballeros”.
Con el título Contribución al Folclore Ecuatoriano, en un volumen cuidadosamente empastado, presenté mi trabajo al Profesor Cornejo. Luego de sus felicitaciones y seguramente de una atenta lectura, con su típica y elegante caligrafía, en la primera página de mi estudio escribió:”Escoja, dentro de todas, aquellas que no hayan sido recogidas por nadie antes de ahora”, y junto al título de algunas señaló con un “NO”, aquellas leyendas que debía eliminar de mi trabajo. Cinco fueron marcadas con aquel “NO” definitivo.
Pasados los años, como distracción de mis labores de cátedra o de mis investigaciones históricas, consagré algunas horas a desarrollar algunas de aquellas leyendas. Ofrezco aquí dos que merecieron el particular interés de mis alumnos de la Facultad de Letras de la Católica de París, pues hasta se dieron el trabajo de traducirlas al francés y publicarlas en su revista Le Trait d’Union (Octubre 1977).
Para presentar estas Leyendas, he reproducido un texto de lectura, VACACIONES, que escribí para mis alumnos de Quito y se lee en el Libro 4º de El Idioma de mi Patria (Quito,1946).
Quito, 1941
París, 1977
¡Atardeceres escolares del mes de Junio! ¡Atardeceres polvorientos, llenos de sol! Han pasado tantos años y os recuerdo todavía con la melancólica nostalgia con la que se vuelve la mirada hacia el pasado, para recordar la felicidad primera; para ser felices con la dicha ida de los primeros años. Ahora cuando los años pasan y se acortan, hace tanta falta el sentirse felices.
¡Atardeceres escolares de Junio! Mucho polvo en el patio del Colegio. El viento, formando caprichosas espirales caracoleadas, levantábase en densas nubes hasta obscurecer por momentos el cielo azul de la poética ciudad, adormecida con los suaves cantares del romántico murmullo de sus cuatro ríos.
La algarabía, el entusiasmo de los muchachos eran incontenibles, desbordantes, Para ellos los atardeceres polvorientos, llenos de sol, eran los mejores anuncios de las próximas, soñadas vacaciones. Y su imaginación, su fantasía , en espirales más caprichosas aún y más atrevidas, se remontaban por las azules colinas, ya en pos de una cometa ya en pos de una ilusión.
Ultimos días colegiales. Pasan, vuelan, se suceden más que de prisa. Están llenos de vida, de movimiento, de sorpresa y también de desilusiones. Llega la clásica repartición de premios con cantos, recitaciones y comedias; sobre todo, con las medallas brillantes, con los libros de pastas polícromas; libros de historias y leyendas, de poesías y novelas, para quienes fueron estudiosos y aplicados, disciplinados y corteses; para muchos: nada, nada; sólo confusión y lágrimas. ¡Atardeceres de Junio! ¡Atardeceres con premios y lágrimas ¡Atardeceres brillantes y sombríos! Viviréis todavía por muchos años.Y después: ¡felices vacaciones! y los ¡adioses!.
A decir verdad, en esos días de mi infancia, yo sufría y gozaba también. Dejar el Colegio, a los Profesores, a los compañeros, a quienes sinceramente se llega a estimar; abandonar, aunque sea momentáneamente, el patio de juegos, el pupitre de clase, libros descuartizados, todo, todo el mundo escolar con el cual uno se acostumbra y por cuya separación se sufre, aunque más de una vez fueron ocasión de lágrimas, obligado tributo de la primer edad para la compra de las primeras letras. Pero, verdades como puños, para mí como para todo estudiante, el tiempo de las vacaciones se presentaba alegre, risueño, lleno de encantos y de ilusiones.
¡Vacaciones!, es decir: volvía “la descansada vida del campo”, que para el fraile poeta fué y sigue siendo para tantos hombres:
“......................la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido.....”
¡Vacaciones! Tiempo de alegres e interminables días llenos de sol, del aire puro del campo; días de largas correrías por valles y laderas que se alfombran con ricas y doradas mieses; días de las animadas y emocionantes cacerías por cerros y montes vecinos.
¡Qué contraste con los días monótonos y cansados de la ciudad! Agitación, bullicio aquí; tranquilidad, quietud, felicidad allá; días inolvidables de vacaciones de mi primera edad. Vida bella, días verdaderos, hablad conmigo, tomadme, recogedme, no seáis sólo sombras y reminiscencias. ¡Quiero viviros de nuevo! Ya me siento solo... Sentado a la orilla de una parlera fuente cuyas aguas se deslizan bulliciosas, entonando cantares misteriosos, por entre el césped y los árboles del paterno “BOSQUE”. Y, mientras mis ojos siguen el curso de las aguas en sus saltos caprichosos, mi espíritu vaga indeciso sobre un brumoso mar de recuerdos y de añoranzas. Desde las cumbres de verdes collados, la mirada fija en el occidente, cuando en el horizonte listas flavescentes forman un cuadro de una belleza indescriptible, presencio extasiado el maravilloso acostarse del sol en su lejano lecho de cumbres y nieves, de montes y mares. Los postreros rayos en magníficas y caprichosas combinaciones luminosas ofrecen las más variadas decoraciones celestes que artista humano jamás pudiera ni imaginar siquiera. ¡Inolvidables días de vacaciones! Días felices de la infancia. Noches iluminadas por la luz lunar , os miro por las ventanas de la fantasía y del recuerdo; os deseo vivir aún en mis horas de ilusión; os añoro aún en mis brumosas melancolías.
Nada era para mí tan encantador, en aquellos días de vacaciones, como los atardeceres apacibles y los anocheceres bajo ese cielo tan diáfano, pronto iluminado por la suave luz de la luna y de millares de estrellas. ¡Qué juegos entonces!, ¡qué correrías de la Casa al Bosque, del huerto al arroyo; y todo entre alegres y bulliciones compañeros, los amigos eternos de la inolvidable edad primera!
Y más de una vez, sobre todo, si en las temporadas lluviosas las correrías nocturnas y los juegos eran impedidos, había algo maravilloso, lo más querido, lo más esperado y, para mí, lo que más profundamente llevo grabado en mi mente y en mi corazón.
A la sombra perfumada de las acacias y de los tilos que se erguían junto al hogar querido, en los atardeceres calurosos de verano o junto a la lumbre en los anocheceres fríos y lluviosos; alumbrados por la luz de las noches lunadas o por la lámpara de vacilante llama, estaba sentada la Abuelita, pronta para entretenernos con sus curiosas leyendas y sus interminables cuentos. ¡La Abuelita! Ese sér querido y divinamente privilegiado. Los que hemos gozado de sus mimos y cariños la recordamos sin duda con felicidad y veneración. Y ¡qué rica mina de consejos y experiencias, de historia y anécdotas guarda! Si la nieve de los años cubre su cabeza, su corazón ardiente y generoso arde con el fuego del volcán y cómo sabe, con lenguaje sencillo y poético, conmovedor y pintoresco a la vez, cautivar la atención de los nietecitos que la rodean siempre con cariño y predilección! ¡Ojalá que ella, la Abuelita, nunca muriera!
¡Lucinda, abuelita querida!, las páginas que siguen en las que trataré de evocar algunas de esas leyendas que tú nos narraste, no recuerdo si a la luz de la luna o a la sombra de las acacias, o de los tilos, te las dedico y consagro para que en ellas vivas, como has vivido hasta ahora en el corazón de tus hijos que te vieron partir, y como seguirás viviendo en el recuerdo de tus nietos, hombres ahora, que más de una vez te volverán a ver cuando vuelvan la mirada a los atardeceres del pasado, a esas tan lejanas noches de leyendas y de cuentos. ¡Pero, tú seguirás viviendo!...
Lector; si tú también gozaste de los cariños y de los cuentos de una Abuelita; y los guardas en el cofre de tu memoria y de tu corazón, entre preciosas sedas de amor y de recuerdos, al seguir los hechos de estas leyendas imagínate oírlas de sus labios: acaso así tendrán más sabor y mayor encanto. Y antes, unidos tú y yo, dediquemos a su memoria querida la fragancia del amor y el rocío de las lágrimas; la belleza de los campos, de las estrellas y de los cielos; el dolor de las almas y de los corazones; los relatos sencillos, populares, fantásticos y misteriosos...y las mil quisicosas que leerás en estas páginas y con las que tu curiosidad quedará satisfecha.
Era uno de aquellos tantos atardeceres... La Abuelita descansaba. Su aspecto era melancólico, meditabundo. Recordaba. ¡Cuánto tendría que recordar! “Esperanza simula en el semblante, reprime en el corazón un profundo dolor”, diría Virgilio, si esta vez así la viera. Con su mirar lejano, indefinido, contemplaba la cumbre del vecino monte, iluminado todavía por los últimos rayos de un bello atardecer de agosto. Unos minutos más y las sombras de la noche comenzaron a invadirlo todo.
Aquella tarde nuestra ocupación había sido la construcción de una casita y de un puente en uno de los rincones del paterno jardín. Cuando la obscuridad principió a cubrirlo todo, pronto nos vinos juntos a la Abuelita. “Abuelita, un cuento; Abuelita, un cuento”, fué el saludo en coro de la tropa de nietos; y teniendo la petición por atendida nos sentamos todos a la redonda. Pronto reinó el silencio. La obscuridad este vez dominaba casi completamente...La Abuelita, fija la mirada en el vecino monte del cual parecía sacar esta vez la mina de sus recuerdos, principió entonces esta leyenda. Yo la he conservado, así como tantas otras, en el fondo de mi recuerdo y de mi cariño.
Hace muchos años, muchísimos años, comenzó la Abuelita: No lejos de aquí, allá (y su mano, siguiendo el camino de su vista indicó el monte de la leyenda) había una población. Dicen que era casi una ciudad; grande, hermosa, con bellas casas, jardines y muchos habitantes.
Recuerdo que aquí Miguelito, el más diminuto de la reunión, interrumpió la leyenda con esta pregunta:
- ¡Abuelita! y ¿conoció Ud. esa ciudad?
- ¡Calla bobo! y deja seguir el cuento. La Abuelita sólo tiene noventa años y ¿quieres que haya conocido? Fué la cortante respuesta, acompañada de un tremendo codazo, que recibió el inocente preguntón de parte de su hermano “el Pollito”, aunque siempre con aires de gallo de pelea. La Abuelita lo comprendió todo. Una mirada y una sonrisa de hondo cariño fueron la respuesta al inocente curioso. Extendiendo la mano la asentó sobre la cabeza del agresor impaciente; le dió dos suaves palmaditas y todo quedó apaciguado. Otra vez su mirada estaba en el monte, cuya silueta majestuosa se destacaba en medio de la obscuridad solemne de la noche...Y continuó la leyenda ya sin interrupciones.
Corrían los largos años de la dominación española. En la ciudad vivían dos honrados y reputados fundidores: Martín y Abel. Muchachos trabajadores ambos y de muy buenas cualidades, mientras el diablo no se metió por allí en el corazón de uno de los dos. Y ¡vaya! que el diablo es siempre diablo y no tardó en meterse. Así como una mujer acabó con la felicidad de Adán y de toda la humanidad en el paraíso, así esta vez una muchacha terminó con la felicidad de los dos amigos, Abel y Martín. Benonia era hermosa, de muchas cualidades y, además, hija única de un rico propietario y encomendero de aquellos tiempos. Ahora bien, quiso la suerte que Abel y Martín se prendaran de Benonia. El padre, encomendero poderoso, hombre bondadoso, lo cual era muy raro en tales personajes y en tales tiempos, y además nada orgulloso no obstante sus grandes riquezas, bueno, sucedió que el buen viejo, que era además viudo, no se decidía por ninguno de los dos pretendientes de su hija.
Las autoridades civiles y religiosas del lugar contrataron con los dos mozos la fundición de una magnífica campana, digna del hermoso templo y de las soberbias torres. Abel y Martín trabajaban juntos en el mismo taller, vecino de la Iglesia. Compraron una parte del metal, reunieron otra, y pronto en un enorme caldero se derretía el cobre, el estaño y, sobre todo, la plata para fundir la campana. Los dos fundidores trabajaban solos en su taller. En el centro estaba el enorme caldero y los metales se habían transformado ya en un mar líquido de fuego. Abel cogió una vez más una fuerte y larga varilla y se acercó al caldero para revolver el contenido. Se inclinó y empezó la fatigosa tarea. Martín, no menos activo, arreglaba los canales por los que bajaría el líquido al molde. Todo estaba caminando a su fin. Trabajaban en silencio. Una honda preocupación traían en sus almas. No era muy difícil adivinar en sus polvorientos ojos, en sus frentes bañadas en sudor, el motivo de sus inquietudes, de sus secretas melancolías. Martín interrumpió un momento su trabajo. Miró a Abel inclinado sobre el borde del caldero. Una idea espeluznante, terrorífica, diabólica, atravesó por su mente. La rechazó primero. Pero, tal idea volvió persistente, imperativa, Martín dió dos... tres pasos lentos...traicioneros de felino, por detrás de Abel, y dándole un tremendo y feroz empujón, Abel se hundió en el fondo del caldero. Por unos segundos un nauseabundo olor a carne quemada se respiró en el taller. Después nada, nada. Ni un ¡ay! ni un grito. Y el horrible fratricidio estaba consumado.
Pocos días después Martín entregó la campana. Divulgó la falsa noticia de que su compañero Abel había salido de urgencia para un nuevo contrato en otra ciudad; recibió la suma de dinero: precio de una campana, salario de un crimen.
Pasaron los años. Martín se había casado con Benonia. Vivían en una hermosa casa no muy distante del antiguo taller, ya en ruinas. Sin embargo, Martín no era feliz. No podía serlo. Su crimen no quedaría sin sanción, y aunque los hombres olviden o ignoren, tarde o temprano el malvado recibe su castigo aún en este mundo. Día a día Martín sentíase más triste, más desdichado; una enfermedad misteriosa, desconocida le consumía. Ni los halagos de su joven y tierna esposa ni las cuantiosas riquezas que Benonia había heredado, nada, nada era suficiente para curarle de su mal. Por el contrario empeoraba. Su casa, nunca alegrada por la voz de un niño ni el trinar de las aves, se había convertido en la morado del silencio, de la tristeza, del dolor.
Los que buscaban a Martín de seguro no le encontrarían en los jardines de su casa ni en la compañía de su esposa. Acaso podrían verle vagando por el cementerio del pueblo o pegado el oído a una losa sepulcral, esperando sorprender las conversaciones de los muertos. Tal vez en el puente, contemplando las olas del río en su monótono correr, esperando ver acaso en las ondas a náyades, oír sus lamentos y suspiros, sus cantos y sus risas. Acaso, en algún bosque vecino dialogando con las nubes. Pero, sobre todo al anochecer y a la hora en que las brujas vuelan y las almas en penas salen y andan, Martín estaría entre las ruinas del antiguo taller, testigo mudo de su crimen. Allí estaría inmóvil, mirando con estúpida mirada, el brillar de las estrellas, fatigado, inquieto pasaría horas y horas, hasta cuando el tañido de la campana viniese a sorprenderle en ese fatídico lugar. Junto a la tumba o en la orilla del río, en el antiguo taller o en la soledad del bosque, en cualquier parte estaría Martín, menos allí en donde están los demás hombres, en donde está todo el mundo.
Pasaban los años. Este martirio del vivir pesaba ya amargamente sobre Martín. El lo comprendía en sus horas de lucidez. En vano buscaba un remedio para su mal. Una noche, una de aquellas tantas noches sin sueño y sin descanso, vencido por el remordimiento, refirió a su esposa el tremendo crimen y el fin de Abel. Reveló su secreto, clave de tantos misterios. Sus ojos, su voz, su mirada, todo, todo mostraba a las claras que algo desconocido, extraño pesaba sobre él. Sus palabras entrecortadas, balbuceantes no tuvieron bastante énfasis para ponderar el terrible peso que arrastraba desde el infausto día del crimen. “Todos los días, confesó el desdichado, cuando tañe la campana en las primeras horas del amanecer, una voz conocida me repite: "¡recuerda Martín!, ¡recuerda Martín!".Cuando la campana vuelve a sonar en las horas de la tarde y más en las horas de la noche; si anuncia la agonía de un moribundo o llora al entierro de un muerto; en los alegres repicares del domingo o de una fiesta, yo no oigo sino el eterno lamento que es un grito de reproche: "¡Recuerda Martín, recuerda Martín!" Y me parece que todos ustedes oyen los gritos y comprenden los reproches...y huyo, huyo a la soledad...Huyo de la sociedad, del contacto con los hombres, porque ya perdí el derecho para vivir con ellos...”
Un sudor frío corría por la frente de Martín. Calló unos instantes y luego incorporándose despavorido bramó con salvaje acento: “Y hay algo peor. Cuando en la noche estoy en mi lecho y busco en vanos horas de paz; si junto a una tumba o en la orilla del río; en las ruinas del antiguo taller o en la soledad del bosque, si entonces suena la campana y en mis oídos resuenan las mismas desgarradoras palabras, veo una mano negra...una mano negra...misteriosa...que me llama, que me sigue a todas partes...Mírale...mírala, si este momento mismo está aquí...Mírala...Me llama...me llama...Y ¡qué negra es...! ¡qué negra!...”
De su boca arrojaba abundante espuma. Por las mejillas de la aterrada Benonia corrían abundantes lágrimas. Mi pobre Martín, pensó, bien lo decía, está loco.
Habían pasado algunas horas desde la escena anterior. La noche avanzaba. Cansada en su llorar Benonia dormía un sueño reparador después de aquellas horas de angustia. Martín se incorporó súbitamente del asiento en que había permanecido después de su relato. Cogió un cincel y un martillo. Sigilosamente entró en la iglesia y trepó al campanario. “De una vez para siempre, se había dicho, acabaré con el tormento de mi existencia; con el testigo y acusador de mi crimen.” Y empezó a cortar el anillo de hierro que sostenía el enorme badajo de la misteriosa campana, mezcla de metal y de un sér humano... A cada golpe que daba, una voz conocida hería sus oídos: ¡ay Martín!, ¡ay Martín!... y otras veces: ¡recuerda Martín!, ¡recuerda Martín!... Pero, Martín daba golpes más fuertes y rápidos, como queriendo así ahogar la importuna voz, que más inexorable aún y más amenazante seguía en sus lúgubres quejidos: ¡ay Martín!, ¡ay Martín!... ¡Martín!...¡Martín!...El silencio de la noche, el eco de las montañas agigantaban el sonido y los ayes. Martín proseguía en su macabra tarea. El sudor corría por su cuerpo. Por un momento sintió desfallecer sus agotadas fuerzas. “Descansaré un instante, se dijo, antes de terminar” y se sentó debajo de la campana. Un viento frío, huracanado soplaba con furia. El enorme badajo estaba apenas pendiente ya del carcomido anillo. Una fuerte ráfaga de viento movió la campana; ésta se balanceó; el badajo se desprendió de la campana y cayó sobre la cabeza de Martín... El silencio de la noche fué rasgado por un grito espantoso; por un ¡ay! lastimero. Un bulto rodó estentóreamente por las gradas del campanario, hasta las baldosas del templo. Al detenerse un su descenso mortal, Martín apenas tenía un hálito de vida. Mojó el dedo índice en su propia sangre y sobre el helado piso pudo escribir sólo dos palabras.... dos palabras solamente: Abel. Perdón. Y expiró.
Cuando al amanecer del siguiente día un grupo de curiosos se congregó, atraído por los primeros rumores del suceso, fué indescriptible la consternación que en todos produjo al encontrar al pobre Martín en medio de un charco de sangre. Muy cerca estaba el badajo de la campana y todos podían leer en el piso las misteriosas palabras, grabadas con caracteres de sangre, Abel. Perdón.
Pero, más tremenda, indefinible fué la consternación de la infeliz Benonia. A la primera noticia voló en busca de Martín. Vió el cadáver y tuvo síncopes prolongados y repetidos. Ella sí, comprendió el enigma de las dos palabras. Y comprendió el horror de la tragedia desde que vió caído por el suelo, junto al cadáver de Martín, el badajo de la campana. Al anochecer del mismo día, el repique de las campanas de la Iglesia, menos una, la principal, acompañaba con sus fúnebres tañidos al cortejo que silencioso llevaba a Martín a su última morada.
Pasaron las primeras impresiones. Los comentarios que se hicieron sobre la muerte de Martín, el badajo caído, las palabras escritas con sangre, fueron materia obligada de conversación durante días y meses. En las noches, al ruedo de la lumbre, en reunión de amigas y comadres; en las largas noches lunadas, entre mozos y solterones no se hablaba de otra cosa. Y no faltaron algunas viejecitas devotas que atribuyeron los sucesos a la intervención directa del diablo. “Porque, se decían, maese Martín cobró más de lo justo por la campana y diablo así paga a sus devotos.”
En todo caso, fué nuevamente preocupación de las autoridades el devolver el badajo a su puesto y sacar de su silencio a la misteriosa campana. ¡Vanas esperanzas! Sobrevino, entonces, algo por todos inesperado. Habían pasado apenas pocas semanas de la muerte de Martín, cuando al espantoso terremoto del 4 de febrero de 1797, que destruyó la bella ciudad de Riobamba, siguieron erupciones y otras conmociones aterradoras que ocasionaron la destrucción de tantas poblaciones en la provincia. Fué entonces cuando la población de nuestra leyenda se redujo en un instante a un montón de escombros, sobre un suelo pantanoso. Los pocos habitantes que sobrevivieron a la catástrofe fueron a vivir en otras ciudades. Desde entonces nadie habla de aquella población.
Benonia se salvó. Abandonó para siempre aquellos lugares, testigos de tantos sufrimientos. Llevando en su alma las tremendas heridas de una vida de martirio y en el corazón recuerdos y secretos, buscó consuelo para el resto de sus días en la soledad de un monasterio... Las crónicas dicen que allí terminó sus días, dando ejemplo de muchas virtudes. Y, a lo que aseguran, las muchas penas de su vida acortaron sus días, porque Benonia, olvidé decirlo, significa: “hija de las penas”.
- Y ¿la campana? ¿Qué fué de la campana? Repitieron en coro los curiosos oyentes. La leyenda afirma que al hundirse la población, se destruyó también la Iglesia, añadió la Abuelita Lucinda y continuó: aseguran que el terremoto que sepultó la población, levantó el monte que se ve al frente, en el mismo sitio que ocupaba la Iglesia de las torres altas, esbeltas y de las campanas sonoras. Dicen, asímismo, que del otro lado del monte, hacia la parte que da a la selva, hay en su interior una enorme y obscura cueva, en donde nunca penetran los rayos del sol. En esa cueva hay una campana, por lo cual la llaman LA CAMPANA DE LA CUEVA. Las pocas personas que han entrado hasta el fondo de la cueva dicen haber visto la campana y oído sus tristísimos tañidos.
La Abuelita concluyó aquí la leyenda. Pero, su mirada continuaba mirando al monte. Yo comprendí entonces el porqué de su insistente mirar hacia el monte de la leyenda.
Comprendí también por qué aquel monte era mirado con cierto pavor y espanto por los campesinos de la comarca. Comprendí por qué los pastores que pacen sus rebaños por esas colinas y llanuras tienen miedo de ese monte y con cuidado alejan sus ganados cuando se acercan a la Cueva de la Campana. Porque, aseguran, que más de una vez allí oyeron el lúgubre y melancólico tañido de una campana y ayes y lamentos. Ni los lobos que se reúnen en manadas para lanzarse sobre los rebaños ni los bandidos que a las sombras de la noche allí se juntan para sus crímenes o esperan a algún incauto, infeliz caminante, pueden soportar tan lastimeros y espeluznantes voces, y huyen y abandonan aquella Cueva, en donde muchas veces sin que mano humana la agite, tañe una campana sin badajo; en donde se oyen ruidos extraños y voces misteriosas, gemidos y lamentos de ultratumba. En donde deambulan almas en pena, en la noche de los siglos.
N O T A
Corrían los inolvidables aunque ya lejanos días de estudiante en el Instituto Superior de la calle Chile (luego la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad Central del Ecuador), recuerdo que nuestro eximio Maestro y notable escritor, Justino Cornejo, como tema de investigación de fin de año en 1941, para la calificación final de su asignatura, nos invitó a coleccionar leyendas, cuentos, tradiciones que perduraban en las diferentes provincias del país, con el propósito de enriquecer el Folclore ecuatoriano, esta ciencia popular vastísima y poco explorada aún hasta entonces.
Fijado mi plan de trabajo, como primera medida escribí a algunos amigos solicitando su colaboración y pidiéndoles recogieran cuanto era posible de este material en su provincia natal. Mis esperanzas fueron atendidas y tuve una colaboración inmediata, pues me llegaron más de 200 textos, especialmente de Ibarra, Riobamba, Cuenca y Guayaquil. Mi primera agradable sorpresa pronto conoció una grave desilusión. Al examinar tales colaboraciones pude observar que la mayor parte se concretaban a recoger páginas de revistas de la época, de programas de la televisión, que nada tenían que ver con la auténtica tradición popular que subsiste desde siglos en nuestro pueblo. Pude, sin embargo, de aquel enorme acervo de documentos, recuperar y clasificar 30 leyendas que de algún modo podían considerarse como un aporte al proyecto inicial e inclusive prolongar la obra en que “al margen de la Historia”, el ilustre Cristóbal Gangotena y Jijón, coleccionó “leyendas de pícaros, frailes y caballeros”.
Con el título Contribución al Folclore Ecuatoriano, en un volumen cuidadosamente empastado, presenté mi trabajo al Profesor Cornejo. Luego de sus felicitaciones y seguramente de una atenta lectura, con su típica y elegante caligrafía, en la primera página de mi estudio escribió:”Escoja, dentro de todas, aquellas que no hayan sido recogidas por nadie antes de ahora”, y junto al título de algunas señaló con un “NO”, aquellas leyendas que debía eliminar de mi trabajo. Cinco fueron marcadas con aquel “NO” definitivo.
Pasados los años, como distracción de mis labores de cátedra o de mis investigaciones históricas, consagré algunas horas a desarrollar algunas de aquellas leyendas. Ofrezco aquí dos que merecieron el particular interés de mis alumnos de la Facultad de Letras de la Católica de París, pues hasta se dieron el trabajo de traducirlas al francés y publicarlas en su revista Le Trait d’Union (Octubre 1977).
Para presentar estas Leyendas, he reproducido un texto de lectura, VACACIONES, que escribí para mis alumnos de Quito y se lee en el Libro 4º de El Idioma de mi Patria (Quito,1946).
Quito, 1941
París, 1977
V A C A C I O N E S
¡Atardeceres escolares del mes de Junio! ¡Atardeceres polvorientos, llenos de sol! Han pasado tantos años y os recuerdo todavía con la melancólica nostalgia con la que se vuelve la mirada hacia el pasado, para recordar la felicidad primera; para ser felices con la dicha ida de los primeros años. Ahora cuando los años pasan y se acortan, hace tanta falta el sentirse felices.
¡Atardeceres escolares de Junio! Mucho polvo en el patio del Colegio. El viento, formando caprichosas espirales caracoleadas, levantábase en densas nubes hasta obscurecer por momentos el cielo azul de la poética ciudad, adormecida con los suaves cantares del romántico murmullo de sus cuatro ríos.
La algarabía, el entusiasmo de los muchachos eran incontenibles, desbordantes, Para ellos los atardeceres polvorientos, llenos de sol, eran los mejores anuncios de las próximas, soñadas vacaciones. Y su imaginación, su fantasía , en espirales más caprichosas aún y más atrevidas, se remontaban por las azules colinas, ya en pos de una cometa ya en pos de una ilusión.
Ultimos días colegiales. Pasan, vuelan, se suceden más que de prisa. Están llenos de vida, de movimiento, de sorpresa y también de desilusiones. Llega la clásica repartición de premios con cantos, recitaciones y comedias; sobre todo, con las medallas brillantes, con los libros de pastas polícromas; libros de historias y leyendas, de poesías y novelas, para quienes fueron estudiosos y aplicados, disciplinados y corteses; para muchos: nada, nada; sólo confusión y lágrimas. ¡Atardeceres de Junio! ¡Atardeceres con premios y lágrimas ¡Atardeceres brillantes y sombríos! Viviréis todavía por muchos años.Y después: ¡felices vacaciones! y los ¡adioses!.
A decir verdad, en esos días de mi infancia, yo sufría y gozaba también. Dejar el Colegio, a los Profesores, a los compañeros, a quienes sinceramente se llega a estimar; abandonar, aunque sea momentáneamente, el patio de juegos, el pupitre de clase, libros descuartizados, todo, todo el mundo escolar con el cual uno se acostumbra y por cuya separación se sufre, aunque más de una vez fueron ocasión de lágrimas, obligado tributo de la primer edad para la compra de las primeras letras. Pero, verdades como puños, para mí como para todo estudiante, el tiempo de las vacaciones se presentaba alegre, risueño, lleno de encantos y de ilusiones.
¡Vacaciones!, es decir: volvía “la descansada vida del campo”, que para el fraile poeta fué y sigue siendo para tantos hombres:
“......................la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido.....”
¡Vacaciones! Tiempo de alegres e interminables días llenos de sol, del aire puro del campo; días de largas correrías por valles y laderas que se alfombran con ricas y doradas mieses; días de las animadas y emocionantes cacerías por cerros y montes vecinos.
¡Qué contraste con los días monótonos y cansados de la ciudad! Agitación, bullicio aquí; tranquilidad, quietud, felicidad allá; días inolvidables de vacaciones de mi primera edad. Vida bella, días verdaderos, hablad conmigo, tomadme, recogedme, no seáis sólo sombras y reminiscencias. ¡Quiero viviros de nuevo! Ya me siento solo... Sentado a la orilla de una parlera fuente cuyas aguas se deslizan bulliciosas, entonando cantares misteriosos, por entre el césped y los árboles del paterno “BOSQUE”. Y, mientras mis ojos siguen el curso de las aguas en sus saltos caprichosos, mi espíritu vaga indeciso sobre un brumoso mar de recuerdos y de añoranzas. Desde las cumbres de verdes collados, la mirada fija en el occidente, cuando en el horizonte listas flavescentes forman un cuadro de una belleza indescriptible, presencio extasiado el maravilloso acostarse del sol en su lejano lecho de cumbres y nieves, de montes y mares. Los postreros rayos en magníficas y caprichosas combinaciones luminosas ofrecen las más variadas decoraciones celestes que artista humano jamás pudiera ni imaginar siquiera. ¡Inolvidables días de vacaciones! Días felices de la infancia. Noches iluminadas por la luz lunar , os miro por las ventanas de la fantasía y del recuerdo; os deseo vivir aún en mis horas de ilusión; os añoro aún en mis brumosas melancolías.
Nada era para mí tan encantador, en aquellos días de vacaciones, como los atardeceres apacibles y los anocheceres bajo ese cielo tan diáfano, pronto iluminado por la suave luz de la luna y de millares de estrellas. ¡Qué juegos entonces!, ¡qué correrías de la Casa al Bosque, del huerto al arroyo; y todo entre alegres y bulliciones compañeros, los amigos eternos de la inolvidable edad primera!
Y más de una vez, sobre todo, si en las temporadas lluviosas las correrías nocturnas y los juegos eran impedidos, había algo maravilloso, lo más querido, lo más esperado y, para mí, lo que más profundamente llevo grabado en mi mente y en mi corazón.
A la sombra perfumada de las acacias y de los tilos que se erguían junto al hogar querido, en los atardeceres calurosos de verano o junto a la lumbre en los anocheceres fríos y lluviosos; alumbrados por la luz de las noches lunadas o por la lámpara de vacilante llama, estaba sentada la Abuelita, pronta para entretenernos con sus curiosas leyendas y sus interminables cuentos. ¡La Abuelita! Ese sér querido y divinamente privilegiado. Los que hemos gozado de sus mimos y cariños la recordamos sin duda con felicidad y veneración. Y ¡qué rica mina de consejos y experiencias, de historia y anécdotas guarda! Si la nieve de los años cubre su cabeza, su corazón ardiente y generoso arde con el fuego del volcán y cómo sabe, con lenguaje sencillo y poético, conmovedor y pintoresco a la vez, cautivar la atención de los nietecitos que la rodean siempre con cariño y predilección! ¡Ojalá que ella, la Abuelita, nunca muriera!
¡Lucinda, abuelita querida!, las páginas que siguen en las que trataré de evocar algunas de esas leyendas que tú nos narraste, no recuerdo si a la luz de la luna o a la sombra de las acacias, o de los tilos, te las dedico y consagro para que en ellas vivas, como has vivido hasta ahora en el corazón de tus hijos que te vieron partir, y como seguirás viviendo en el recuerdo de tus nietos, hombres ahora, que más de una vez te volverán a ver cuando vuelvan la mirada a los atardeceres del pasado, a esas tan lejanas noches de leyendas y de cuentos. ¡Pero, tú seguirás viviendo!...
Lector; si tú también gozaste de los cariños y de los cuentos de una Abuelita; y los guardas en el cofre de tu memoria y de tu corazón, entre preciosas sedas de amor y de recuerdos, al seguir los hechos de estas leyendas imagínate oírlas de sus labios: acaso así tendrán más sabor y mayor encanto. Y antes, unidos tú y yo, dediquemos a su memoria querida la fragancia del amor y el rocío de las lágrimas; la belleza de los campos, de las estrellas y de los cielos; el dolor de las almas y de los corazones; los relatos sencillos, populares, fantásticos y misteriosos...y las mil quisicosas que leerás en estas páginas y con las que tu curiosidad quedará satisfecha.
***
LA CAMPANA DE LA CUEVA
Era uno de aquellos tantos atardeceres... La Abuelita descansaba. Su aspecto era melancólico, meditabundo. Recordaba. ¡Cuánto tendría que recordar! “Esperanza simula en el semblante, reprime en el corazón un profundo dolor”, diría Virgilio, si esta vez así la viera. Con su mirar lejano, indefinido, contemplaba la cumbre del vecino monte, iluminado todavía por los últimos rayos de un bello atardecer de agosto. Unos minutos más y las sombras de la noche comenzaron a invadirlo todo.
Aquella tarde nuestra ocupación había sido la construcción de una casita y de un puente en uno de los rincones del paterno jardín. Cuando la obscuridad principió a cubrirlo todo, pronto nos vinos juntos a la Abuelita. “Abuelita, un cuento; Abuelita, un cuento”, fué el saludo en coro de la tropa de nietos; y teniendo la petición por atendida nos sentamos todos a la redonda. Pronto reinó el silencio. La obscuridad este vez dominaba casi completamente...La Abuelita, fija la mirada en el vecino monte del cual parecía sacar esta vez la mina de sus recuerdos, principió entonces esta leyenda. Yo la he conservado, así como tantas otras, en el fondo de mi recuerdo y de mi cariño.
Hace muchos años, muchísimos años, comenzó la Abuelita: No lejos de aquí, allá (y su mano, siguiendo el camino de su vista indicó el monte de la leyenda) había una población. Dicen que era casi una ciudad; grande, hermosa, con bellas casas, jardines y muchos habitantes.
Recuerdo que aquí Miguelito, el más diminuto de la reunión, interrumpió la leyenda con esta pregunta:
- ¡Abuelita! y ¿conoció Ud. esa ciudad?
- ¡Calla bobo! y deja seguir el cuento. La Abuelita sólo tiene noventa años y ¿quieres que haya conocido? Fué la cortante respuesta, acompañada de un tremendo codazo, que recibió el inocente preguntón de parte de su hermano “el Pollito”, aunque siempre con aires de gallo de pelea. La Abuelita lo comprendió todo. Una mirada y una sonrisa de hondo cariño fueron la respuesta al inocente curioso. Extendiendo la mano la asentó sobre la cabeza del agresor impaciente; le dió dos suaves palmaditas y todo quedó apaciguado. Otra vez su mirada estaba en el monte, cuya silueta majestuosa se destacaba en medio de la obscuridad solemne de la noche...Y continuó la leyenda ya sin interrupciones.
Corrían los largos años de la dominación española. En la ciudad vivían dos honrados y reputados fundidores: Martín y Abel. Muchachos trabajadores ambos y de muy buenas cualidades, mientras el diablo no se metió por allí en el corazón de uno de los dos. Y ¡vaya! que el diablo es siempre diablo y no tardó en meterse. Así como una mujer acabó con la felicidad de Adán y de toda la humanidad en el paraíso, así esta vez una muchacha terminó con la felicidad de los dos amigos, Abel y Martín. Benonia era hermosa, de muchas cualidades y, además, hija única de un rico propietario y encomendero de aquellos tiempos. Ahora bien, quiso la suerte que Abel y Martín se prendaran de Benonia. El padre, encomendero poderoso, hombre bondadoso, lo cual era muy raro en tales personajes y en tales tiempos, y además nada orgulloso no obstante sus grandes riquezas, bueno, sucedió que el buen viejo, que era además viudo, no se decidía por ninguno de los dos pretendientes de su hija.
Las autoridades civiles y religiosas del lugar contrataron con los dos mozos la fundición de una magnífica campana, digna del hermoso templo y de las soberbias torres. Abel y Martín trabajaban juntos en el mismo taller, vecino de la Iglesia. Compraron una parte del metal, reunieron otra, y pronto en un enorme caldero se derretía el cobre, el estaño y, sobre todo, la plata para fundir la campana. Los dos fundidores trabajaban solos en su taller. En el centro estaba el enorme caldero y los metales se habían transformado ya en un mar líquido de fuego. Abel cogió una vez más una fuerte y larga varilla y se acercó al caldero para revolver el contenido. Se inclinó y empezó la fatigosa tarea. Martín, no menos activo, arreglaba los canales por los que bajaría el líquido al molde. Todo estaba caminando a su fin. Trabajaban en silencio. Una honda preocupación traían en sus almas. No era muy difícil adivinar en sus polvorientos ojos, en sus frentes bañadas en sudor, el motivo de sus inquietudes, de sus secretas melancolías. Martín interrumpió un momento su trabajo. Miró a Abel inclinado sobre el borde del caldero. Una idea espeluznante, terrorífica, diabólica, atravesó por su mente. La rechazó primero. Pero, tal idea volvió persistente, imperativa, Martín dió dos... tres pasos lentos...traicioneros de felino, por detrás de Abel, y dándole un tremendo y feroz empujón, Abel se hundió en el fondo del caldero. Por unos segundos un nauseabundo olor a carne quemada se respiró en el taller. Después nada, nada. Ni un ¡ay! ni un grito. Y el horrible fratricidio estaba consumado.
Pocos días después Martín entregó la campana. Divulgó la falsa noticia de que su compañero Abel había salido de urgencia para un nuevo contrato en otra ciudad; recibió la suma de dinero: precio de una campana, salario de un crimen.
***
Pasaron los años. Martín se había casado con Benonia. Vivían en una hermosa casa no muy distante del antiguo taller, ya en ruinas. Sin embargo, Martín no era feliz. No podía serlo. Su crimen no quedaría sin sanción, y aunque los hombres olviden o ignoren, tarde o temprano el malvado recibe su castigo aún en este mundo. Día a día Martín sentíase más triste, más desdichado; una enfermedad misteriosa, desconocida le consumía. Ni los halagos de su joven y tierna esposa ni las cuantiosas riquezas que Benonia había heredado, nada, nada era suficiente para curarle de su mal. Por el contrario empeoraba. Su casa, nunca alegrada por la voz de un niño ni el trinar de las aves, se había convertido en la morado del silencio, de la tristeza, del dolor.
Los que buscaban a Martín de seguro no le encontrarían en los jardines de su casa ni en la compañía de su esposa. Acaso podrían verle vagando por el cementerio del pueblo o pegado el oído a una losa sepulcral, esperando sorprender las conversaciones de los muertos. Tal vez en el puente, contemplando las olas del río en su monótono correr, esperando ver acaso en las ondas a náyades, oír sus lamentos y suspiros, sus cantos y sus risas. Acaso, en algún bosque vecino dialogando con las nubes. Pero, sobre todo al anochecer y a la hora en que las brujas vuelan y las almas en penas salen y andan, Martín estaría entre las ruinas del antiguo taller, testigo mudo de su crimen. Allí estaría inmóvil, mirando con estúpida mirada, el brillar de las estrellas, fatigado, inquieto pasaría horas y horas, hasta cuando el tañido de la campana viniese a sorprenderle en ese fatídico lugar. Junto a la tumba o en la orilla del río, en el antiguo taller o en la soledad del bosque, en cualquier parte estaría Martín, menos allí en donde están los demás hombres, en donde está todo el mundo.
Pasaban los años. Este martirio del vivir pesaba ya amargamente sobre Martín. El lo comprendía en sus horas de lucidez. En vano buscaba un remedio para su mal. Una noche, una de aquellas tantas noches sin sueño y sin descanso, vencido por el remordimiento, refirió a su esposa el tremendo crimen y el fin de Abel. Reveló su secreto, clave de tantos misterios. Sus ojos, su voz, su mirada, todo, todo mostraba a las claras que algo desconocido, extraño pesaba sobre él. Sus palabras entrecortadas, balbuceantes no tuvieron bastante énfasis para ponderar el terrible peso que arrastraba desde el infausto día del crimen. “Todos los días, confesó el desdichado, cuando tañe la campana en las primeras horas del amanecer, una voz conocida me repite: "¡recuerda Martín!, ¡recuerda Martín!".Cuando la campana vuelve a sonar en las horas de la tarde y más en las horas de la noche; si anuncia la agonía de un moribundo o llora al entierro de un muerto; en los alegres repicares del domingo o de una fiesta, yo no oigo sino el eterno lamento que es un grito de reproche: "¡Recuerda Martín, recuerda Martín!" Y me parece que todos ustedes oyen los gritos y comprenden los reproches...y huyo, huyo a la soledad...Huyo de la sociedad, del contacto con los hombres, porque ya perdí el derecho para vivir con ellos...”
Un sudor frío corría por la frente de Martín. Calló unos instantes y luego incorporándose despavorido bramó con salvaje acento: “Y hay algo peor. Cuando en la noche estoy en mi lecho y busco en vanos horas de paz; si junto a una tumba o en la orilla del río; en las ruinas del antiguo taller o en la soledad del bosque, si entonces suena la campana y en mis oídos resuenan las mismas desgarradoras palabras, veo una mano negra...una mano negra...misteriosa...que me llama, que me sigue a todas partes...Mírale...mírala, si este momento mismo está aquí...Mírala...Me llama...me llama...Y ¡qué negra es...! ¡qué negra!...”
De su boca arrojaba abundante espuma. Por las mejillas de la aterrada Benonia corrían abundantes lágrimas. Mi pobre Martín, pensó, bien lo decía, está loco.
Habían pasado algunas horas desde la escena anterior. La noche avanzaba. Cansada en su llorar Benonia dormía un sueño reparador después de aquellas horas de angustia. Martín se incorporó súbitamente del asiento en que había permanecido después de su relato. Cogió un cincel y un martillo. Sigilosamente entró en la iglesia y trepó al campanario. “De una vez para siempre, se había dicho, acabaré con el tormento de mi existencia; con el testigo y acusador de mi crimen.” Y empezó a cortar el anillo de hierro que sostenía el enorme badajo de la misteriosa campana, mezcla de metal y de un sér humano... A cada golpe que daba, una voz conocida hería sus oídos: ¡ay Martín!, ¡ay Martín!... y otras veces: ¡recuerda Martín!, ¡recuerda Martín!... Pero, Martín daba golpes más fuertes y rápidos, como queriendo así ahogar la importuna voz, que más inexorable aún y más amenazante seguía en sus lúgubres quejidos: ¡ay Martín!, ¡ay Martín!... ¡Martín!...¡Martín!...El silencio de la noche, el eco de las montañas agigantaban el sonido y los ayes. Martín proseguía en su macabra tarea. El sudor corría por su cuerpo. Por un momento sintió desfallecer sus agotadas fuerzas. “Descansaré un instante, se dijo, antes de terminar” y se sentó debajo de la campana. Un viento frío, huracanado soplaba con furia. El enorme badajo estaba apenas pendiente ya del carcomido anillo. Una fuerte ráfaga de viento movió la campana; ésta se balanceó; el badajo se desprendió de la campana y cayó sobre la cabeza de Martín... El silencio de la noche fué rasgado por un grito espantoso; por un ¡ay! lastimero. Un bulto rodó estentóreamente por las gradas del campanario, hasta las baldosas del templo. Al detenerse un su descenso mortal, Martín apenas tenía un hálito de vida. Mojó el dedo índice en su propia sangre y sobre el helado piso pudo escribir sólo dos palabras.... dos palabras solamente: Abel. Perdón. Y expiró.
***
Cuando al amanecer del siguiente día un grupo de curiosos se congregó, atraído por los primeros rumores del suceso, fué indescriptible la consternación que en todos produjo al encontrar al pobre Martín en medio de un charco de sangre. Muy cerca estaba el badajo de la campana y todos podían leer en el piso las misteriosas palabras, grabadas con caracteres de sangre, Abel. Perdón.
Pero, más tremenda, indefinible fué la consternación de la infeliz Benonia. A la primera noticia voló en busca de Martín. Vió el cadáver y tuvo síncopes prolongados y repetidos. Ella sí, comprendió el enigma de las dos palabras. Y comprendió el horror de la tragedia desde que vió caído por el suelo, junto al cadáver de Martín, el badajo de la campana. Al anochecer del mismo día, el repique de las campanas de la Iglesia, menos una, la principal, acompañaba con sus fúnebres tañidos al cortejo que silencioso llevaba a Martín a su última morada.
Pasaron las primeras impresiones. Los comentarios que se hicieron sobre la muerte de Martín, el badajo caído, las palabras escritas con sangre, fueron materia obligada de conversación durante días y meses. En las noches, al ruedo de la lumbre, en reunión de amigas y comadres; en las largas noches lunadas, entre mozos y solterones no se hablaba de otra cosa. Y no faltaron algunas viejecitas devotas que atribuyeron los sucesos a la intervención directa del diablo. “Porque, se decían, maese Martín cobró más de lo justo por la campana y diablo así paga a sus devotos.”
En todo caso, fué nuevamente preocupación de las autoridades el devolver el badajo a su puesto y sacar de su silencio a la misteriosa campana. ¡Vanas esperanzas! Sobrevino, entonces, algo por todos inesperado. Habían pasado apenas pocas semanas de la muerte de Martín, cuando al espantoso terremoto del 4 de febrero de 1797, que destruyó la bella ciudad de Riobamba, siguieron erupciones y otras conmociones aterradoras que ocasionaron la destrucción de tantas poblaciones en la provincia. Fué entonces cuando la población de nuestra leyenda se redujo en un instante a un montón de escombros, sobre un suelo pantanoso. Los pocos habitantes que sobrevivieron a la catástrofe fueron a vivir en otras ciudades. Desde entonces nadie habla de aquella población.
Benonia se salvó. Abandonó para siempre aquellos lugares, testigos de tantos sufrimientos. Llevando en su alma las tremendas heridas de una vida de martirio y en el corazón recuerdos y secretos, buscó consuelo para el resto de sus días en la soledad de un monasterio... Las crónicas dicen que allí terminó sus días, dando ejemplo de muchas virtudes. Y, a lo que aseguran, las muchas penas de su vida acortaron sus días, porque Benonia, olvidé decirlo, significa: “hija de las penas”.
- Y ¿la campana? ¿Qué fué de la campana? Repitieron en coro los curiosos oyentes. La leyenda afirma que al hundirse la población, se destruyó también la Iglesia, añadió la Abuelita Lucinda y continuó: aseguran que el terremoto que sepultó la población, levantó el monte que se ve al frente, en el mismo sitio que ocupaba la Iglesia de las torres altas, esbeltas y de las campanas sonoras. Dicen, asímismo, que del otro lado del monte, hacia la parte que da a la selva, hay en su interior una enorme y obscura cueva, en donde nunca penetran los rayos del sol. En esa cueva hay una campana, por lo cual la llaman LA CAMPANA DE LA CUEVA. Las pocas personas que han entrado hasta el fondo de la cueva dicen haber visto la campana y oído sus tristísimos tañidos.
La Abuelita concluyó aquí la leyenda. Pero, su mirada continuaba mirando al monte. Yo comprendí entonces el porqué de su insistente mirar hacia el monte de la leyenda.
Comprendí también por qué aquel monte era mirado con cierto pavor y espanto por los campesinos de la comarca. Comprendí por qué los pastores que pacen sus rebaños por esas colinas y llanuras tienen miedo de ese monte y con cuidado alejan sus ganados cuando se acercan a la Cueva de la Campana. Porque, aseguran, que más de una vez allí oyeron el lúgubre y melancólico tañido de una campana y ayes y lamentos. Ni los lobos que se reúnen en manadas para lanzarse sobre los rebaños ni los bandidos que a las sombras de la noche allí se juntan para sus crímenes o esperan a algún incauto, infeliz caminante, pueden soportar tan lastimeros y espeluznantes voces, y huyen y abandonan aquella Cueva, en donde muchas veces sin que mano humana la agite, tañe una campana sin badajo; en donde se oyen ruidos extraños y voces misteriosas, gemidos y lamentos de ultratumba. En donde deambulan almas en pena, en la noche de los siglos.
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