viernes, 28 de diciembre de 2012

« El hombre y el río en la narrativa costeña ecuatoriana »

 
Por Pierre LOPEZ
 
« Je souffris le grave froid des peurs, je tombai malade. Je sais que personne n’eut plus de ses nouvelles. Suis-je un homme, après cette défaillance ? Je suis celui qui ne fut pas, celui qui se taira désormais. Je sais que maintenant c’est trop tard, et je crains que ma vie ne s’abrège, dans les désert du monde. Mais, alors, au moins, qu’à l’article de la mort, on me prenne et on me dépose aussi dans une petite barque de rien du tout, dans cette eau, aux longues rives, qui ne s’arrête pas : et, moi, fleuve en aval, fleuve en dedans - le fleuve. » (1)
 
Desde la conquista, los ríos constituyen un elemento geográfico determinante para la comprensión de la realidad ecuatoriana. Pero su presencia en los escritos, su tratamiento literario cambian a lo largo de la historia de las letras de este pequeño país andino cuya morfología geográfica general se caracteriza por sus tres zonas ; la costa tropical (con la región de Esmeraldas y de Guayas) , la sierra y el oriente con sus selvas virgen y sus ríos amazónicos.
 
En los primeros momentos de la conquista y de la institucionalización de la colonia, fueron estos ríos amazónicos los que más nutrieron las esperanzas, la imaginación y los sueños de los nuevos ocupantes europeos. Entre los conquistadores, exploradores, aventureros y viajeros más famosos que intentaron domar, controlar, descubrir los cauces de los ríos amazónicos del oriente y abrir un nuevo camino hacia el viejo continente desde las alturas andinas, destacan Orellana, Pedro Teixera (cuyas relaciones fueron publicadas por el padre Cristóbal de Acuña), el científico La Condamina, y podemos también evocar al poeta Henri Michaux (2).
 
Cuando se esfuma totalmente el sueño de hacer de Quito una ciudad amazónica, puente de un camino hacia la lejana península ibérica, los ríos dejan de ser la cuna para los sueños más descabellados. Sin embargo, siguen desempeñando interés ya que modelan la realidad ecuatoriana, y más precisamente el oriente y la costa. Pero al principio su presencia en las letras es muy difusa, integrada en un decorado lírico que no precisamente le otorga mucha importancia.
 
En la literatura ecuatoriana, el río, el cauce y más generalmente el agua participan de la construcción de unos personajes impregnados de fuerte romanticismo. En Égloga trágica por ejemplo, el agua deja descubrir la belleza de la « longa servicia que tomaba su baño, al aire libre » (3). Viste la desnudez de la « Eva rústica » lo cual le da un erotismo y una sensualidad que justifica, y de cierto modo perdona, la embestida amorosa del narrador. Al amparo de una quebrada, el narrador, observador impúdico, descubre la belleza de la joven que compara a un « ídolo indígena » transformado metafóricamente en « la virgen América » de la conquista, lo que despierta en el conquistador los instintos más primitivos. Y de forma muy abrupta, el romántico narrador precisa : « Y no hubo en mí otro hombre que el primitivo, el del rapto y la acre violencia, el del alegre y feroz botín ». La joven, asociada a la naturaleza con el agua y la vegetación, constituye en sí un botín que el hombre ha de conquistar, actuando como si élmismo fuera víctima de su propio ser, y de su propia historia :
 
Fué cual si en mí se hubiera despertado el español ancestral, al choque de aquella escena idéntica sin duda a los encuentros del guerrero blanco con la hembra de la raza subyugada, al margen de la selva ignota, el ardor de la conquista heroica. (4)
 
Si volvemos a la escena, que recuerda de forma casi estereotipada varias escenas de la literatura de la península empezando por « el romance del rey » (que explica la invasión de los moros) vemos cómo el agua con la selva construyen el escenario que reanuda con una tradición literaria. Lo mismo encontramos en Cumandá, aunque la naturaleza tenga mucha más importancia ya que ella, respetando cierta tradición romántica, vale de receptáculo a los sentimientos desgarrados de los personajes.
 
Juan León Mera también se sirve del río como elemento de decorado y, como ya lo hemos dicho, de receptáculo, pero este aspecto es determinante para la trama de la narración. La naturaleza amazónica es modulada por los ríos ya que ésos se presentan como el principal eje de comunicación y como elemento que permite delimitar varios espacios.
 
Sin embargo, el río adquiere un valor más complejo que traspasa su dimensión geográfica. Es un espacio de transición donde desembocan las fuerzas antagónicas (mundo del blanco cristiano y del indígena) y en el cual Cumandá, con su « corazón de origen cristiano en pecho salvaje », sólo parece moverse con habilidad.
 
Como lo vemos, el río no es sólo un elemento descriptivo que pone de realce la belleza femenina de las protagonistas; él es también la cristalización de las ambigüedades de los personajes en su tratamiento literario así como espacio complejo antagónico con una simbología cada vez más rica.
 
De hecho, en el tratamiento de este elemento geográfico, ya se vislumbra cierta evolución. El río, sus corrientes, se transforman así en espacio predilecto, no sólo del pasaje y de la delimitación, de lo explícito, sino también de lo indefinible de las ambigüedades, de lo implícito. Se acentúa la simbología de este elemento donde lo explícito y lo implícito se funden para dar más vitalidad y sobre todo más densidad al personaje y a la trama (5).
 
Sin embargo, resultaría erróneo otorgar al río un valor metafórico sobre desarrollado que podría competir con la prepotencia de la heroína elaborada según cánones románticos bien delimitados. En esta novela, los ríos del oriente aparecen como elementos determinantes en la construcción del espacio, pero su descripción minuciosa y plástica da sobre todo más valor al exotismo deseado por el autor. La mirada del narrador sigue siendo la de un observador que descubre, que imagina, pero sin que la naturaleza, y más precisamente los ríos, pasen de su carácter ambiental o costumbrista aunque su presencia sea importante.
 
Cabe precisar que de forma general, el costumbrismo ecuatoriano, sin marcar una oposición fuerte al romanticismo y a su sentimentalismo, integra este elemento en una cotidianidad en que la prioridad sigue siendo el hombre. Escritores como José Antonio Campos, más conocido por su seudónimo Jack the Ripper, con sus artículos costumbristas, permite integrar al montubio, su habla y su paisaje en las letras ecuatorianas marcadas por el modernismo o el postmodernismo. De hecho, al presentar al hombre de la costa se aludía forzosamente al paisaje con sus desembocaduras, afluentes abiertos al océano. Dos núcleos se destacan en la representación del ámbito costeño: la desembocadura del río Guayas, con la « segunda capital de Ecuador », Guayaquil, y la desembocadura del río Esmeraldas en la provincia que lleva el mismo nombre.
 
Es importante precisar que en el mundo montubio, descrito en obras como Don Goyo (1933), la isla virgen (1942), Siete lunas y siete serpientes (1978) de Demetrio Aguilera Malta, las aguas de los ríos se confunden con las del mar ya que se trata más bien de un espacio particular de tierras húmedas, a menudo inundadas, lagunas, desembocaduras con sus islas vírgenes pobladas de manglares.
 
En Don Goyo, por ejemplo, Cusumbo, el personaje principal, deja la hacienda del litoral y huye hacia las islas donde inicia una nueva vida como pescador. Integra el mundo hostil y mágico de los manglares, marcado por la personalidad del viejo Don Goyo, quien al no poder hacer cesar la desmesurada explotación del manglero decide desaparecer en el agua.
 
El río, o el mundo acuático en general, acompañan toda la vida del montubio o Cholo, desde su nacimiento hasta su muerte, impregnando todo su espacio físico y mental :
 
« El olor a pescado se metía por todas las orillas como un bejucazo incesante. Era un olor penetrante, vigoroso. Se dijera que los cholos lo llevaran en el cuerpo y en el alma » (6)
 
El pez, su olor bien entrado en el « alma », adquiere también un valor simbólico muy importante relacionado con el rito iniciático de pasaje a la edad adulta. Es el caso evocado en el cuento de Nelson Estupiñán Bass, « El Gualajo », en el cual el niño Crispiniano ha de pescar un Gualajo para mostrar « una credencial de la hombría » (7). Con el pez es también la fuerza (vigor/sexualidad) del río la que se introduce en el cuerpo del joven hombre.
 
El río hace el hombre, lo construye dándole fuerza, apaciguando o manteniendo sus temores, cristalizados en ritos, supersticiones, canciones. En el cuento « Guásiton (Historia de un lagarto montuvio)» de José de la Cuadra, se percibe toda la magia que nace del río al evocar uno de sus últimos grandes saurios.
 
Era un espíritu original el que alentaba en este gigante verde oscuro, acorazado como un barco de batalla o como un caballo medioeval, y que medía diez varas de punta de trompa a punta de cola.
Se decía que era generoso como un buen dios. Entre un caballo que pastara a la orilla y una mujer que lavara sus ropas en la playa, Guásiton prefería devorar el caballo. Las comadres afirmaban que no lo hacía por gula, sino por compasión, al escoger a la bestia en vez de a la mujerzuela. [...]
En las orillas su fama era casi mítica. Había para él una suerte de veneración, muy parecida a la religiosa. Comenzó todo por hacer asustar a los niños con su nombre terrible, y luego el miedo se contagió a los mayores. Como suele ocurrir, de ese miedo se engendró una superstición, y de ésta algo como un culto. (8)
 
Pero las más veces es el río en sí, el que se personifica y se respeta. En la novela Los Sangurimas, el río Mameyes permite establecer los límites de la hacienda de los Sangurimas, pero muy pronto deja su aspecto meramente geográfico para adquirir una dimensión más personalizada que entra en conflicto con los demás elementos y con el hombre. El río aparece como una deidad indomable que moldea todo el espacio y revela la valentía de los hombres.
 
El río de los Mameyes viene de la altura, rompiendo cauce bravamente. La tierra se le opone ; pero él sigue adelante, hacia abajo, en busca del mar. A través de una serie de confluencias, lanza al fin sus aguas, por el Guayas, al golfo de Guayaquil, en el Océano Pacífico. [...]
No obstante, con alguna habilidad se logra recorrerlo, de la casa de la hacienda para abajo, hacia Guayaquil.
Los baquianos dicen:
-Es que el que sabe, sabe. Lo mismo pasa con los potros. Si uno no sabe montar, lo tumba el animal. Pero, si sabe montar, no lo tumba. Así mismo es el río. Hay que saber cómo se lo monta.
El río de los Mameyes debe más vidas de hombres y animales que otro río cualquiera del litoral ecuatoriano.
Durante las altas crecientes, se ven pasar velozmente, aguas abajo, cadáveres humanos, inflados, moraduzcos, y restos de perros, de temores, de vacas y caballos ahogados. En cierta época del año, para los llenos del Carnaval y la Semana Santa, sobre todo, se ven también cadáveres de monos, de jaguares, de osos frente-blanca y más alimañas de la selva subtropical. Sin duda para entonces, el río de los Mameyes hincha sus cabeceras y se desparrama sobre la selva lejana, haciendo destrozos.
El río de los Mameyes sabe una canción muy bonita, y la va cantando constantemente. Al principio encanta al escucharla. Luego, fastidia. A la larga termina uno por acostumbrarse a ella, hasta casi no darse cuenta de que se le está oyendo. Esta canción la hacen sus aguas al rozar los pedruzcos profundos.
Parece que esa canción tuviera dulces palabras, que el río fuera musitando...
Viejos amores
Los montuvios relatan una leyenda muy pintoresca acerca de esa canción del agua.
En tal leyenda figura una princesa india, enamorada de un blanco, probablemente conquistador español. A lo que se entiende, la princesa se entregó a su amante, el cual la abandonó. La pobre india llora todavía ausencias del dueño. (9)
 
El río se presenta primero como fuerza telúrica que reina sobre el paisaje obedeciendo a un ritmo cíclico. Pero conforme parece bajar y apaciguarse, se introduce en la cotidianidad del hombre arrullándolo con la « canción del agua » y abriendo nuevos espacios en su mente, en su memoria. Así, el río se hace eterno, despertando otros tiempos, otros espacios.
 
Que sea bajando su corriente o subiéndola tierra adentro, el río ofrece proteiformes fuentes primarias de una vida más primitiva donde se exacerban todos los sentidos absorbiendo al hombre en su aplastante presencia. En Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, los personajes se adentran en el campo remontando la corriente hacia un mundo a la vez primario y paradisiaco que remite al origen de la vida:
 
« Desde que dejaron las aguas anchas del Guayas y entraron al estero, para Alfonso fue una sacudida. La tierra venía a meterse a su pecho en el olor a almizcle, a monte y a barro de barrancos. El motor de la lancha chocaba su golpe, contra las orillas. La corriente verdinegra arrastraba raíces, yerbas o flotantes natas de ocres o morados pólenes; en las copas gritaban pájaros. Se sorbía la vida directamente. Y a cada vuelta del cauce nuevas playas, con resaca de garzas y martín-pescadores, cerraban el horizonte, infundiéndole una calma vasta, algo como una presencia inmensa. » (10)
 
La descripción del paisaje ecuatoriano, siguiendo la corriente de los ríos, permite a De la Cuadra, tal como a sus contemporáneos del grupo de Guayaquil, presentar el mundo ecuatoriano valiéndose de un escenario hasta entonces desechado por la cultura oligárquica. La representación del río, sobre todo en las obras de De la Cuadra, participa de la comprensión del mundo montubio no sólo como fuerza telúrica que hace y deshace lo cotidiano, sino también como corriente interna al ser costeño que nutre su imaginario dándole una dimensión poética y maravillosa.
 
Así en la novela de Nelsón Estupiñán Bass, El último río, el narrador compara la mujer a un río :
 
Una mujer, al nacer como la madre en su desgarramiento siente júbilo, la tierra se había alegrado cuando, tras sus convulsiones, pudo lanzar sus primeros ríos hacia el mar. Se ponen más bellas las poblaciones, las calles, las familias, las casas, cuando crecen las niñas, como el río cuando corre, fertilizando los campos.
A veces el río, trepa y luego, un salto mortal, se precipita. Así, la mujer en ocasiones se eleva para luego estrellarse, o algunas que estuvieran perdidas se levantan.
Los ríos producen energía y alegran los campos así las mujeres nos alegran, nos comunican energía, capacidad de lucha y de sufrimiento.
Ríos que se detienen, así las mujeres se detienen en el tiempo como si fueran inmóviles. Ríos que, ante las marcas retroceden; así algunas mujeres regresan a los hombres con la ternura del retorno.
Ríos enfurecidos con remolinos como caracoles de muerte; así algunas mujeres fatales. Ríos en plenamar, hermosos, se ensanchan; así las mujeres embarazadas, estiradas al máximo por el amor. (11)
 
Con esta feminización del río (12) y sin adentrarnos en destacar cualquier estructura antropológica del imaginario, cabe precisar que este elemento como fuerza de vida y de muerte se integra en lo más íntimo del ser humano, sea como representación de la feminidad (madre/objeto sexual), sea como representación de lo masculino ( rito de pasaje, « credencial de la hombría »). La figura del río se interioriza y parece correr por las propias venas de los personajes. La trama de la novela El último río, es una metáfora de esta interiorización : Ana Mercedes, es el « río » del protagonista principal, José Antonio Pastrana. Cuando por fin, tras varios éxitos y fracasos, éste asume su propia negritud pero no su impotencia sicológica sexual; ella, frustrada, lo abandona a su deriva, a su « incapacidad de cruzar el último río ». José Antonio Pastrana se deja aniquilar por su incapacidad de alcanzar la felicidad y por sus propias contradicciones.
 
El río, como acabamos de verlo, acompaña al hombre desde su nacimiento hasta su muerte. Pero en las obras de Estupiñán por ejemplo, adquiere una simbología compleja en la que traspasa su valor de limen para representar un espacio confuso movido por corrientes antagónicas en las que el hombre reconoce sus propias contradicciones. Esta relación íntima entre el hombre y el río, ese « personaje inolvidable » (13) como suele llamarlo Estupiñán Bass, se hace patente en las obras así como en la propia vida del esmeraldeño : « El río era, en mi infancia, la aorta de Esmeraldas. Hoy está viejo, como yo » (14).
 
De manera general, en este acercamiento al ser costeño, conviene destacar que si el valor como espacio de transición representado por el río participa de la profundidad del tratamiento del personaje central así como consigue dar más particularismo a la descripción del medio ambiente costeño, este mismo estado transicional no sólo marca una evolución en la narrativa ecuatoriana sino que representa en sí una forma de ser, del propio « ser ecuatoriano ». En las aguas de los ríos, en sus corrientes, se reconocen las contradicciones del ser ecuatoriano deseoso de llegar a la otra orilla más serena, pero condenado a luchar contra sus propias corrientes que brotan de su condición de mestizo o de explotado, y dejarse así perder en « la tercera orilla del río ».
 


Pierre Lopez, « El hombre y el río en la narrativa costeña ecuatoriana de los años 30 y 40 », Colloque International, Mémoire des fleuves, fleuves de mémoire, Memoria de los ríos, ríos de la memoria, Université de Poitiers, 5-7 juin 2002, Centre de Recherches Latino-Américaines-Archivos.
 
NOTAS:
 
1 João Guimerães Rosa, « Le troisième rivage du fleuve », trad de Inès Oseki-Depré, in Histoires étranges et fantastiques d’Amérique Latine, Paris, Editions Métailié, 1989, p. 493.
 
2 Jean-Charles Gateau, « Ecuador ou tout m’est égal! », Le voyage sur le fleuve, Équipe de Recherche sur le Voyage présenté par Jean Marigny, Université des Langues et Lettres de Grenoble, 1986, pp. 103-114.
 
3 Gonzalo Zaldumbique, Égloga trágica, Quito, ZFR, imprenta Don Bosco, 1998, p. 83.
 
4 ibid, p. 85.
 
5 Ver Michael Handelsman, « Cumandá: una lectura poscolonial », Kipus, revista andina de letras, Quito, 1 semestre 2000, p. 69-80.
 
6 Demetrio Aguilera Malta, Don Goyo, Guayaquil, Clásicos Ariel, n°6, p103.
 
7 Nelson Estupiñán Bass, « El Gualajo », in Eugenia Viteri, Antología básica del cuento ecuatoriano, Quito, 1991, p. 231.
 
8 José de la Cuadra, Doce relatos los Sangurimas, « Guásiton », Quito, Libresa, 1999, p.p. 205, 206.
 
9 José de la Cuadra, Doce relatos los Sangurimas, Los Sangurimas, Quito, Libresa, 1999, p.p. 252-254.
 
10 Joaquín Gallegos Lara, Las cruces sobre el agua, Quito, Libresa, p. 137, col. Antares, n° 32.
 
11 Nelson Estupiñán Bass, El último río, Quito, Libresa, 1992, à chercher.
 
12 Ver Gilbert Durand, Les structures anthropologiques de l’imaginaire, Paris, Dunod, 1984, p. 110. y Gaston Bachelard, L’eau et les rêves, Paris, Corti, 1942.
 
13 Nelson Estupiñán Bass, Desde un balcón volado, Quito, Banco Central del Ecuador, 1992, p.p. 127-128.
 
14 Nelson Estupiñán Bass, Este largo camino, Quito, Banco Central del Ecuador, 1994, p. 24.
 
Bibliografía
 
Aguilera Malta, Demetrio, Don Goyo, Guayaquil, Clásicos Ariel, n°6.
 
Bachelard, Gaston, L’eau et les rêves, Paris, Corti, 1942.
 
Cuadra (de la), José, Doce relatos los Sangurimas, Quito, Libresa, 1999.
 
Durand, Gilbert, Les structures anthropologiques de l’imaginaire, Paris, Dunod, 1984.
 
Estupiñán Bass, Nelson, « El Gualajo », in Eugenia Viteri, Antología básica del cuento ecuatoriano, Quito, 1991.
 
Estupiñán Bass, Nelson, El último río, Quito, Libresa, 1992.
 
Estupiñán Bass, Nelson, Desde un balcón volado, Quito, Banco Central del Ecuador, 1992.
 
Estupiñán Bass, Nelson, Este largo camino, Quito, Banco Central del Ecuador, 1994.
 
Gallegos Lara Joaquín, Las cruces sobre el agua, Quito, Libresa, col. Antares, n° 32.
 
Gateau Jean-Charles, « Ecuador ou tout m’est égal! », Le voyage sur le fleuve, Équipe de Recherche sur le Voyage présenté par Jean Marigny, Université des Langues et Lettres de Grenoble, 1986.
 
Handelsman Michael, « Cumandá: una lectura poscolonial », Kipus, revista andina de letras, Quito, 1 semestre 2000.
 
Rosa João Guimerães, « Le troisième rivage du fleuve », trad de Inès Oseki-Depré, in Histoires étranges et fantastiques d’Amérique Latine, Paris, Editions Métailié, 1989.
 
Zaldumbique Gonzalo, Égloga trágica, Quito, ZFR, imprenta Don Bosco, 1998.

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