lunes, 12 de abril de 2010

El concepto de Andes Septentrionales en arqueología


Por Catherine Lara (2008)


INTRODUCCIÓN

Los conceptos culturales manejados por la arqueología son herramientas fundamentales dentro del proceso de investigación. En el Ecuador, la noción de “Andes Septentrionales” es uno de ellos. El presente ensayo se propone precisamente rastrear su origen, evolución, y características, de cara a un mejor entendimiento del concepto y la definición de las diversas perspectivas que implica.

En cuanto a concepto cultural principalmente definido por variables de tipo cronológico y geográfico, el término “Andes Septentrionales” tal como se lo conoce actualmente en arqueología se deriva de dos tendencias teóricas esenciales: el difusionismo en primera instancia, y la ecología cultural por otro lado. Luego de recordar brevemente los postulados básicos de estas dos corrientes, se pasará a exponer su aplicación dentro del caso de los Andes Septentrionales, en relación con otro concepto fundamental: el de Área Intermedia.


DIFUSIONISMO Y ECOLOGÍA CULTURAL

Heredado de la tradición etnográfica y museográfica norteamericana de principios del siglo XX (Wissler, Kroeber), el difusionismo estudia la “distribución geográfica de rasgos culturales” (Rivière, 2002: 33), a los cuales agrupa en las denominadas “áreas culturales”, de acuerdo a criterios espaciales y cronológicos específicos extraídos mediante una metodología principalmente descriptiva.

El “área cultural” corresponde al “territorio dentro del cual se encuentra un conjunto de ‘elementos culturales’ cuya recurrencia establece una suerte de patrón de definición del área y permite precisar su perímetro o ámbito (…)” (Lumbreras, 1981: 15).

Siguiendo a Graebner y Kroeber, el área cultural se subdivide en una serie de complejos culturales que comparten rasgos similares; éstos se derivan de un centro original (tradición cultural principal según Willey), a partir del cual se difunden hacia áreas culturales periféricas (Rivière, 2002: 34). Willey divide más precisamente a las áreas culturales en subáreas, las cuales se delimitan en regiones, compuestas por localidades y sitios (Willey, 1971: 3). La definición de fases culturales es otra de las herramientas que contribuyen a la definición de las secuencias geográficas.

En base al rastreo de este movimiento de difusión en base a similitudes y diferencias entre rasgos culturales pertenecientes a campos comunes (objetos e instituciones), el investigador está en medida de reconstruir una historia cultural del área en cuestión (Rivière, 2002: 34).

(…) la manera de identificar un área cultural consiste, pues, en hacer listas de elementos culturales y estudiar su distribución espacial; este método permite, entonces, configurar centros o áreas “nucleares”, “periferias”, y “áreas intermedias”, de acuerdo con el grado de cohesión interna de los elementos recurrentes o de acuerdo con el grado de parentesco en el área vecina (Lumbreras, 1981: 13).

Así, el estudio de un área cultural en cuanto a espacio definido geográfica y cronológicamente requiere la comparación con otras áreas del mismo tipo de las cuales se distingue con claridad. En ese sentido, se trata de una noción que requiere el manejo de “totalidades culturales” (“cultura wholes”) (Larrain, n/d: 34).

En arqueología más particularmente, el área cultural no requiere obligatoriamente de una homogeneidad ecológica, ya que se tratan de espacios en que se producen contactos culturales entre medios naturales distintos. En este sentido, sus límites geográficos son difusos, mientras que su cronología no requiere siempre de horizontes estilísticos o rasgos compartidos (Lange, 2004: 31-32).

Posteriormente, Childe introduce perspectivas nuevas respecto a la definición del objeto de estudio arqueológico: apartándose de las consideraciones de tinte evolucionista que habían caracterizado hasta ese momento el pensamiento antropológico en general, Childe plantea la necesidad de localizar en lo posible las diferentes culturas antiguas en base al registro material, el cual serviría de base para la indagación acerca de los orígenes, los patrones de adaptación y de intercambio entre las culturas en cuestión (Trigger, 1989: 172). De hecho, la influencia marxista de Childe entroniza en arqueología una preocupación cada vez mayor por la base material y más precisamente, el entorno y la dinámica en que se desenvuelve una cultura. Influencias que se convertirán en el foco de atención principal de otra gran corriente antropológica: la ecología cultural.

Luego de haberse caracterizado por la búsqueda de rasgos culturales tal como lo prescribía el paradigma evolucionista, la arqueología marcada por la influencia ecológico-cultural se centrará en la identificación de culturas como productos de entornos naturales específicos. Desde luego, la ecología cultural retomará elementos anteriormente planteados por el evolucionismo, el difusionismo y el marxismo entre otros, enfatizando no obstante el papel de la variable ecológica en los procesos de formación culturales. Para Steward por ejemplo, uno de los mayores representantes de esta tendencia, “las potencialidades culturales son función de la ecología local, esto es, la interacción del ambiente, medios de exploración, y costumbres socioeconómicas (Steward, 1963: 674).

De manera general, la ecología cultural se destaca por la búsqueda de tipos culturales, los cuales -se cree- están expresados a través de criterios sociopolíticos y religiosos, definidos a través de la relación entre tecnología y manejo del entorno.

Steward toma en cuenta cuatro parámetros que intervienen en su clasificación de tipos culturales: la base ecológica, los patrones sociopolíticos y religiosos (diversidad de estatus), religión y shamanismo, cultura tecnológica y material (trabajo de metales, cerámica, tejidos, etc) (Steward, 1963: 717).

Troll por su parte representa una visión particular de la ecología cultural: la ecología del paisaje. Para él, el paisaje es un sistema que se distribuye entre el mundo biótico, el mundo vivo y el mundo humano. En este sentido, la ecología es una relación entre seres vivos y sus entornos; para entender el paisaje cultural, es luego necesario entender de antemano el paisaje natural.

Conforme fue evolucionando la teoría acerca de los procesos de entendimiento de las culturas en arqueología, han surgido o desaparecido denominaciones cronológicas, geográficas o culturales diversas respecto a las distintas culturas del continente americano. Éste es el caso del concepto de “Andes Septentrionales”. Al parecer, se trata de un término tipológico reciente, que fue primeramente enmarcado dentro del “Área Intermedia” (como conjunto sub-andino), y luego, del área andina. Como veremos, esta evolución se dio gracias a un mejor conocimiento del registro y al aporte de las diversas propuestas culturalistas; por otro lado, no implicó el abandono de enfoques previos, sino más bien su enriquecimiento y afinamiento: si bien la propuesta de “Área Intermedia” surgió desde una preocupación más bien difusionista y la de “Andes Septentrionales” coincidió con preocupaciones de orden ecológico-cultural, ambas nociones fueron desarrolladas tanto por el difusionismo como por la ecología cultural.


EL ÁREA INTERMEDIA: UN CONCEPTO SURGIDO DEL DIFUSIONISMO

En 1948, Kroeber observó que entre las áreas de México y Perú, existía poca riqueza y urbanismo, es decir, poca civilización. De hecho, hasta ese momento, la región en cuestión no había sido mayormente estudiada (Lippi y Gudiño, 2004: 16). Existía el consenso de que entre México y Perú, convivieron grupos sociales menos desarrolladas, caracterizados por cacicazgos complejos derivados de las influencias culturales de Mesoamérica y de los Andes Centrales (Lange, 2004: 30; Lippi y Gudiño, 2004: 17; Willey, 1971: 255). Esta zona fue calificada de “Área Intermedia” y definida principalmente por el arqueólogo Gordon Willey:

El territorio del Área Intermedia incluye los Andes Ecuatorianos y la Costa Pacífica, la Costa del Caribe Colombiano, los Andes del Oeste de Venezuela y la costa venezolana adyacente, así como toda la baja Centro-América hasta la línea que se extiende desde el golfo de Nicoya hasta el centro de la costa caribeña septentrional de Honduras (Willey, 1971: 254).

Retomando el principio de “totalidades culturales”, Rouse señalará en 1962 que el área intermedia se distingue de su vecina circum-caribe por el cultivo del maíz y la producción de metales. En ambos casos, se percibe no obstante la ausencia de sociedades estatales, de horizontes culturales extensivos y de secuencias cronológicas largas (Curet, 2004: 90).

De manera general, Willey caracteriza al área intermedia como círculo cultural definido por doce criterios básicos de clasificación: la presencia de maíz y yuca, unidades socio-políticas y habitacionales pequeñas, localidades o centros ceremoniales, prácticas mortuorias socialmente diferenciadas, cerámicas derivadas de la tradición alfarera pre-cerámica temprana, metalurgia (Willey, 1971: 277), trabajo de la piedra (especialmente en la monumentalidad y en herramientas varias), tecnologías parecidas a pesar de la diversidad de horizontes estilísticos y por último, afiliación lingüística común derivada de las familias chibhca, paeza y macro-chibcha (Willey, 1971: 278).

En lo que se refiere a la cronología, -otro rasgo fundamental del análisis de tipo difusionista-, la academia de cada uno de los países actualmente existentes en esta área definió secuencias distintas para sus culturas precolombinas. No obstante, Willey engloba el conjunto del área dentro de una periodización dividida en: periodo Precerámico, Formativo, Desarrollo Regional e Integración:

El periodo Precerámico se divide en cinco fases: Precerámico I (antes del 10 000 a.C.), caracterizado por lascas, choppers; Precerámico II (10 000-9 000 a.C.), y el surgimiento de una tradición bifaz andina; Precerámico III (9 000-7 000 a.C.), representada por las puntas cola de pescado, desarrolladas por sociedades de cazadores-recolectores; Precerámico IV (7 000-5 000 a.C.), en el que predominan las puntas lanceoladas y Precerámico V (5 000-3 000 a.C.), el cual prevaleció en el litoral noroeste de Sudamérica (Willey, 1971: 255). Algunos complejos representativos de este periodo son Las Vegas (idem: 162), San Nicolás (Colombia) y Cerro Mangote, en Panamá (idem: 263).

Por su parte, el Formativo de Willey consta de un Período Cerámico Temprano (3 000 a.C.-1 500 a.C.), correspondiente al Formativo Temprano de Meggers y del Período Formativo (1 500 a.C.-500 a.C.) como tal, en que aparece la tradición del “área intermedia”, caracterizada por el surgimiento de la agricultura (idem: 259).

Esta secuencia se caracteriza por fases cerámicas propias del litoral, tales como Valdivia en Ecuador, Puerto Hormiga (idem: 268), Canapote, Barlovento y San Jacinto en Colombia y el Caribe, Rancho Peludo en Venezuela (idem: 273). De manera general, estas culturas se caracterizaron por un modo de subsistencia basado en la pesca, la recolección y la horticultura (idem: 275). Su origen es motivo de debate, tal como lo señala Willey al referirse a la “teoría Jomon” propuesta por Meggers sobre la proveniencia de Valdivia (idem: 277). Dicho periodo equivale poco más o menos a “los” desarrollos regionales de Lumbreras, caracterizados por un dominio notable del entorno y de tecnologías tales como la metalurgia (Lumbreras, 1981: 64).

Siguiendo a Meggers, Willey define luego un Período de Desarrollo Regional (500 a.C.- 500 d.n.e.) caracterizado por un florecimiento artístico y tecnológico plasmado en la multiplicación de estilos (Willey, 1971: 260).

Por último, el Período tardío o de Integración (500 d.n.e-1550 d.n.e.), en el que predominaron las unificaciones políticas y las fusiones culturales, especialmente al sur de Colombia (idem: 261).
En Ecuador, estos dos últimos periodos están principalmente representados por las culturas costeñas Jambelí, Tejar Daule, Bahía, Jama-Coaque y Tolita en primera instancia, y Manteño, Milagro y Atacames posteriormente, mientras que en la Sierra, destacan los Cañaris, Puruháes y Caras (idem: 289-304).

En Colombia, aparecen las culturas de los valles de Nariño y Cauca, San Agustín y Tierradentro en las cabeceras del río Magdalena, entre las que se destacan las culturas Chibcha y Tairona (idem: 308-324).


LOS ANDES SEPTENTRIONALES Y LA ECOLOGÍA CULTURAL

Steward fue uno de los mayores representantes de la tendencia ecológico-cultural en los estudios latinoamericanos. En su monumental Handbook of South-American Indians, define tres tipos culturales referentes al caso sudamericano más particularmente: el tipo andino (el más complejo de la zona), seguido por el círculo circum-caribe y el de selva tropical (el más “marginal” de los tres) (Lippi y Gudiño, 2004: 16).

Dentro del tipo andino, Steward introduce la apelación de “Andes Septentrionales”, empleada para distinguir a algunas tribus de Ecuador y Colombia de los otros pueblos circum-caribeños, en base a la presencia de elementos culturales característicos originarios de los Andes Centrales (Steward, 1963: 715).

De manera general, las culturas designadas dentro de este grupo se caracterizan por un modo de vida basado en la agricultura y la pesca principalmente, por una población relativamente densa, distribuida según un patrón de asentamiento disperso y de tipo sedentario, así como una cultura material diversa y sofisticada (Steward, n/d: 716).

Troll desarrolla esta distinción al distinguir una diferencia de tipo ecológico entre las culturas de Andes de Páramo y las de Puna:

Según esto, entre los pueblos indígenas civilizados y semi-civilizados que habitaron el espacio comprendido entre el mar Caribe, el norte de Chile y el noroeste de la Argentina, tenemos que distinguir dos provincias culturales que coinciden con los espacios vitales, naturales de los Andes de páramos y de los Andes de puna, de las cuales la nórdica comprende a los pueblos semi-civilizados de los Andes ecuatoriales, colombianos y venezolanos, mientras que la meridional, la esfera cultural peruana, comprende a las altas culturas definidas, ubicadas entre la costa del Perú y el noroeste de la Argentina. En cierto sentido, las conquistas del cultivo de la tierra en los Andes constituyen formas de adaptación al espacio vital, peculiar, de esa región: están ligados ecológico-culturalmente. Sin embargo, con esta comprobación, no queremos dar la impresión de pretender explicar el devenir de las culturas como tales. Señalamos únicamente ciertos estímulos y posibilidades que la naturaleza ofreció a los pueblos y que ciertamente fueron hábil y exitosamente utilizados por éstos, así como los límites que la naturaleza impuso a la extensión de las culturas (Troll, 1958: 45).

Posteriormente, Lumbreras apuntalará la existencia de los Andes Septentrionales, a partir de su concepto de área cultural andina, la cual según él, se caracteriza fundamentalmente por la dinámica mar /cordillera /bosque tropical (Lumbreras, 1971: 17). Esta propuesta marca una diferencia fundamental con el difusionismo del área intermedia, ya que implica un reconocimiento de las “tierras bajas” amazónicas dentro del mundo andino, cuando Willey las incluía dentro de su categoría Caribe y Amazonía (1971: 360).

Así, Lumbreras divide el área intermedia en dos regiones: el área circum-caribe o extremo norte por un lado, y los Andes Septentrionales por el otro (Lumbreras, 1981: 17).

El “extremo norte” está conformado por la “parte sur de América Central, desde Nicaragua (y parte de Honduras), Panamá, Colombia (con exclusión de Nariño y Tumaco), Venezuela, las Guayanas y todo el Caribe” (Lumbreras 1981: 41, 45). ¿Se puede hablar de lo andino aquí? Lumbreras observa que se trata de un punto problemático, pues la presencia de productos andinos probablemente llegados por intercambio, permite ciertamente sugerir una fuerte influencia andina (idem).

Por su parte, los Andes Septentrionales comprenden “el sur de Colombia, todo el Ecuador y el extremo norte de Perú, con límite en el desierto de Sechura, las sierras de Ayabaca y Huancabamba en Piura, con probables extensiones tempranas hacia el sur” (Lumbreras 1981: 55). Medio caracterizado por fuertes contrastes climáticos marcados tanto en su costa tropical, fuertemente afectada por las corrientes de El Niño, como en la Sierra húmeda y su ambiente subtropical (idem).

En lo que se refiere a la cronología, los Andes Septentrionales retoman secuencias cronológicas establecidas para el área intermedia, aunque con leves modificaciones y/o precisiones: así, Lumbreras propone una primera secuencia histórico-cultural conformada por un periodo pre-cerámico, seguido por un periodo cerámico o inicial (10 000 a.C. al 3 000 a.C.), de cazadores, pescadores y recolectores (en contraposición con las cinco fases enunciadas por Willey).

Lumbreras define luego un periodo “formativo”, que abarcaría los periodos formativo temprano y formativo de Willey. El Formativo de Lumbreras cuenta no obstante con dos fases: la de formación neolítica, y de modo de vida aldeano (Lumbreras, 1981: 62).

Por último, en los niveles tardíos, Lumbreras hace referencia a un periodo de integración, caracterizado por el desarrollo del urbanismo, y de una breve secuencia inca, correspondiente a la expansión incaica, especialmente en la Sierra Sur del Ecuador (Lumbreras, 1981: 64).

A manera de síntesis, Shaw y Jameson establecen que los Andes Septentrionales abarcan concretamente a los actuales territorios de Ecuador y Colombia principalmente. Su cronología se dividiría en seis periodos: Paleoindio (¿ 12 000- ¿ 6 000 a.C.), Arcaico (6 000 a.C.- 3 000 a.C.), Formativo (3 000 a.C.- 500 a.C.), Desarrollo Regional (500 a.C.- 500 d.n.e.), Integración (o cacicazgos en Colombia) (500 d.n.e.- 1450), Inca (en Ecuador particularmente) (1450- conquista española) (Shaw y Jameson, 2002: 54).

De manera general, estos dos autores resaltan que mientras la cerámica y las formas de vida sedentarias aparecieron tempranamente en los Andes Septentrionales, las formaciones políticas complejas fueron más bien tardías, alcanzando su ápex en culturas como la de San Agustín, en Colombia (idem: 55).


CONSIDERACIONES FINALES

Las nociones de área cultural planteadas tanto por el difusionismo como por la ecología cultural han sido severamente criticadas, especialmente por su carácter fuertemente determinista: así, respecto a la noción de áreas culturales, Larrain señala que al basarse en criterios tecno-económicos que uniformizan realidades culturales diferentes, se trata de un concepto riesgoso (Larrain, n/d: 34). La noción de área cultural conllevaría así una

ahistoricidad, (el) sobre-uso del difusionismo para explicar similitudes culturales, la falta de una jerarquía de atributos culturales, la ausencia de una consideración funcional y de sentido de los elementos culturales en cada sociedad dentro del área, la subestimación de la variabilidad interna dentro del área y su limitado potencial analítico (Curet, 2004: 85).

El conocimiento científico es cumulativo y el desarrollo de nuevas tendencias teórico-metodológicas no puede prescindir de los aportes que le precedieron, ya que se deriva de alguna forma de ellos, por más que los critique. A pesar de haber surgido desde una corriente distinta a la suya, Steward no abandonó el concepto de área intermedia: lo desarrolló desde su propio enfoque (como pueblos sub-andinos y circum-caribeños), al señalar que éstos se caracterizaron así por la omnipresencia de cacicazgos precolombinos militaristas, en donde la guerra jugaba un papel preponderante dentro de la circulación de recursos, así como en los ámbitos político y religioso. A su vez, estos rasgos se derivaron de la fuerte influencia ejercida por dos grandes focos de civilización vecinos: México y Perú (Steward y Faron, 1959: 202-204).

Los pueblos sub-andinos y circum-caribeños, aunque similares en tecnología cultural a las tribus de foresta tropical, tenían un complejo de subsistencia más eficiente que sostenía una población más densa así como asentamientos más grandes y permanentes. Los asentamientos se componían de varios grupos no emparentados y se organizaban en base a clases más que a la edad, el sexo o asociaciones simplemente. La guerra, llevada a cabo por los pueblos marginales principalmente por motivos de venganza y por las tribus de foresta tropical, por motivos de venganza y prestigio personal, se convirtió, entre los pueblos sub-andinos y circum-caribeños, el medio principal de lograr la pertenencia a la clase social superior, mientras que los prisioneros de guerra formaban una clase de esclavos. El comportamiento individual era aún sancionado por la tradición, pero la regulación gubernamental – a través de la ley del estado- era anticipada por poderes especiales y delimitados otorgados a jefes, guerreros y shamanes en contextos particulares y por periodos delimitados. Entre los pueblos de Foresta Tropical y Marginales, el shamán se desempeñaba principalmente con su propio ayudante espiritual; y su función principal era curar y practicar la magia; entre las tribus sub-andinas y circum-caribeñas, servía además como sacerdote en templos dedicados al culto de ídolos consagrados a los dioses tribales, aunque sus ritos tendían a ser sesiones de oráculos privadas más que ceremonias públicas dentro de un calendario ritual (Steward, 1963: 676, tda).

De hecho, los aportes del difusionismo a la arqueología son innegables: fue desde esta tendencia que surgieron las cronologías actualmente vigentes. Lumbreras representa quizá un buen ejemplo de síntesis entre tendencias diversas, tales como el difusionismo y la ecología cultural. Si bien se tratan de tendencias ya superadas, al igual que muchas propuestas científicas, contienen elementos de análisis pertinentes dignos de ser rescatados dentro de contextos y proporciones adecuadas. Hoy en día, tanto las categorías de “Andes Septentrionales” como la de “Área Intermedia” siguen plenamente vigentes. Le corresponde a cada investigador manejarlas a cabalidad y seleccionar cuál le es más útil de acuerdo a sus objetos de estudio específicos.

En definitiva, el uso de la variable ecológica en el análisis de la(s) sociedad(es) aborigen(es) de los Andes Septentrionales, puede aportar significativos elementos explicativos, para una cabal comprensión e interpretación de las formas de organización económica, política y social a partir del registro arqueológico; a la vez que podrá enriquecer los marcos teóricos con su contribución en el estudio de casos (Plaza, 2004: 22).

En este sentido, surge asimismo la necesidad de pautas de análisis que de alguna u otra forma logren superar las deficiencias de las propuestas anteriores, sin descartarlas por completo tampoco. Bray plantea por ejemplo que la cultura debe ser vista como un concepto relacional más que limitado, lo cual implica rastrear su construcción en torno a las nociones de contacto e intercambio (Bray, 2004: 280). De hecho, las representaciones del espacio con las que trabaja el investigador se repercuten fuertemente en el nivel interpretativo de las dinámicas socio-políticas que se busca rastrear. Existen efectivamente diferentes formas de abordar espacio (a través de la simbología por ejemplo), las cuales es fundamental tomar en consideración (Piazzini 2006: 17), desde el punto de vista de la doble dimensión tiempo/espacio omnipresente en toda investigación arqueológica.


BIBLIOGRAFÍA

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