Delegado de Francia en la sesión extraordinaria de las Naciones Unidas por ocasión de la votación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en París el 10 de diciembre de 1958.
Publicamos aquí la traducción de su intervención, realizada por Claude Lara (In Revista France-Ecuador N.1, 1998, pp. 37-46).
La Asamblea General de las Naciones Unidas está a punto de clausurar su sesión resolviendo sobre el proyecto de declaración que la Comisión quiso que se llamara: Declaración Universal de Derechos Humanos. Tengo el honor de aportar la firme adhesión de Francia a este acto histórico que, cien años después de la Revolución de 48 y la abolición de la esclavitud en todas las tierras francesas, constituye una etapa mundial en el largo combate para los derechos humanos.
Nuestra Declaración se presenta como la más vigorosa, la más necesaria protesta de la humanidad contra las atrocidades y las opresiones de las cuales tantos millones de seres humanos víctimas a través de los siglos y, más particularmente, durante y ente las dos guerras. La guerra última ha revestido el carácter de una cruzada de los derechos humanos que impusieron los pueblos libres en contra de los partidarios del fascismo y del racismo, tanto enemigos del hombre como lo fueron de otras naciones y de la comunidad internacional.
En plena tormenta, el gran jefe de Estado, el Presidente Roosevelt, el Presidente Benech, dos grandes muertos, han proclamado el sentido de esta cruzada y en nombre de Francia, entonces prisionera y amordazada, en la conferencia interaliada de Saint-James del 24 de septiembre de 1941, tuve el honor de unir mi voz a las suyas para proclamar que la consagración práctica de las libertades esenciales del hombre era lo que estaba en juego, y era indispensable el establecimiento de una paz internacional verdadera.
La comunidad jurídica de naciones ha tomado su forma actual con la Carta de las Naciones Unidas y ésta ha mencionado siete veces los derechos humanos y las libertades fundamentales entre los fines que los órganos de las Naciones Unidas y los Estados miembros deben perseguir y alcanzar cooperando.
Y, así, se incorporaron estos derechos y estas libertades en el orden jurídico internacional positivo. Pero, para cumplir con su palabra dada al hombre común, al final de la Conferencia de San Francisco y por las anteriores Asambleas, es nuestro deber formular ahora una Carta de Derechos Humanos que, no sólo enumerará estos derecho sino que sabrá organizar su modalidad, su limitación que experimentará a favor del interés común y de las garantías nacionales e internacionales que deben asegurar su respeto.
La Declaración que tenemos a la vista sólo será el primer aspecto del tríptico y no puedo, aquí, como los precedentes oradores, proceder a su comentario.
Pero, sin embargo, quisiera destacar primero cual es su sentido, su alcance, su plan; luego señalar, subrayar su universalidad, su alcance jurídico y después, los vínculos, los vínculos imperiosos que existen entre esta Declaración y los dos otros elementos de la Carta que nos quedan por cumplir.
Acerca del programa de trabajo común, el acuerdo entre los grupos humanos de civilizaciones, de creencias y de visas económicas diferentes, habría sido imposible si cada uno hubiese querido hacer prevalecer su punto de vista o sus doctrinas unilaterales.
Es muy difícil, por no decir imposible, poner de acuerdo a todos los hombres del mundo sobre las finalidades últimas del hombre y sobre los orígenes primeros, sobre el por qué de las decisiones.
Pero, es posible realizar un acuerdo de idealismo práctico, el cual se volvió tanto más necesario cuanto que en la guerra lo que justamente estaba en juego era, el respeto de los derechos humanos. Más amenazas tenemos que pesan sobre la paz, más peligrosos tenemos de contradicciones entre los intereses, las ideologías y sus desconfianzas; más grande es nuestro deber para encontrar el terreno común del entendimiento, encontrar el credo que los hombres que beneficiaron de inmensos descubrimientos científicos y técnicos, deben tener sobre el nivel moral, el nivel intelectual y, me atrevo a decirlo aún, sobre el nivel de la política general de la humanidad.
A este propósito, la Declaración Universal de Derechos Humanos, que fue elaborada en las condiciones que ustedes conocen, en su mayor parte bajo la Presidencia de la Sra. Franklín Roosevelt, representa un esfuerzo considerable de los hombres, de los grupos y de los países.
Hemos retirado el andamio que esconde o que podía tener como efecto de colocar de manera aparente los detalles de nuestro pórtico: pero no es necesario andamios para descubrir el sentido de esta Declaración. Lo podemos resumir fácilmente.
Como basamento, los grandes principios de: libertad, igualdad, fraternidad que la humanidad honra a Francia, tomándolos de la Declaración de 1789. Pero, cabe pensar que ni Francia, ni ningún otro país quiso hacer de esta Declaración Universal la copia de una declaración nacional, para bella que ella sea.
Debíamos ajustar nuestra construcción a la época en la cual vivimos, época en la cual vivimos, época en la cual el individualismo pretencioso ha sido condenado por los hechos y, nuestra época, que no menos repele la mecanización del hombre bajo el peso de grupos tiránicos.
Y podemos decir que ante nosotros, tenemos cuatro pilares fundamentales: el primero, el pilar de los derechos personales, cuyo derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona forman el primer elemento. El segundo, el pilar de las relaciones entre el hombre y los hombres, las familias, las agrupaciones que lo rodean, los lugares y las cosas. El hombre se casa, tiene una familia, tiene un hogar, tiene un domicilio, es miembro de una ciudad, de una patria y tiene dominio sobre los bienes del mundo exterior. El tercer pilar es aquel de las libertades públicas y de los derechos políticos fundamentales. Desde la libertad de pensamiento, de creencia hasta la libertad de palabra, de expresión, de reunión, asociación hasta finalmente la afirmación que ordena todos los derechos políticos; es la voluntad del pueblo el fundamento de la autoridad de cualquier gobierno.
En fin, el último pilar y no el menos importante, que es el verdadero pilar novedoso, al menos en una declaración internacional: es el pilar de los derechos económicos, sociales y culturales, que se encuentra ahora en la misma posición que la del pilar del derecho a la vida material y a las libertades jurídicas.
Sobre estos cuatro pilares, sobre estas cuatro columnas, había que colocar algo, son los últimos textos de la Declaración que forman el cimiento, puesto que son ellos que comprometen los vínculos entre el individuo y la sociedad, son ellos que afirman la necesidad de un orden social e internacional suficiente para que los derechos sean respetados, den garantías o esperanzas de garantía, pero también fijan al hombre límites que no puede franquear. El hombre tiene deberes generales hacia la comunidad. El hombre no puede ejercer sus derechos contra los derechos de los demás. El hombre no puede ejercerlos contra el buen orden de una sociedad democrática, tampoco puede ejercerlos contra los fines y principios de las Naciones Unidas y, aquí, en respuesta a ciertas críticas que fueron formuladas, aquí me permitiré hacer observar que no desconocemos las insuficiencias de la Declaración; Francia tuvo la fortuna de lograr y hacer acoger algunas enmiendas, particularmente la importante enmienda sobre el derecho a la nacionalidad, la importante enmienda sobre los derechos generales de los intelectuales que completan los del trabajo y de la propiedad; pero no pretende dejar el camino recorrido por los otros, puesto que no aceptaron todas sus enmiendas y, particularmente, las que había presentado referente al derecho de petición.
Y nos dirigimos aquí hacia nuestros colegas soviéticos. Puedo decirles y ellos lo saben muy bien, que muchas de sus enmiendas fueron defendidas por nuestra Delegación y que, así, muchas de esas enmiendas, con el apoyo de nuestra Delegación, fueron introducidas en la Declaración; pero si algunas de ellas no pasaron, o bien tenían ya satisfacción en su esencia en otras partes de la Declaración o bien podían esperar, como el derecho de petición, períodos en los cuales estudiaríamos las convenciones y garantías.
Desearía tomar un ejemplo típico, aquel sobre el derecho de asociación y de reunión. Pero este derecho, como todos los demás, no puede ejercerse contra los fines y principios de las Naciones Unidas, como tampoco contra la libertad de prensa. Hay que leer los textos y cotejarlos los unos con los otros, y creo poder decir que un atento estudio de la Declaración y, sobre todo, del cotejo de los textos que ha permitido evitar repeticiones, que este cotejo daría apaciguamientos muy importantes a ciertas Delegaciones que formularon aún reservas.
Me permito decirles también que es necesario escoger cierta concepción de la Declaración, entre una sobriedad excesiva y una abundancia que, con textos aislados, tal vez habrían marcado más la imaginación del hombre, pero que probablemente habrían desfigurado el texto y que, lo digo, habría anticipado sobre las medidas de ejecución.
Una Declaración Universal de Derechos Humanos no es tan libre como una constitución nacional y he ahí por qué nos hemos sujetado a cierta concisión y a una gran sobriedad.
Para terminar, diré que el plan de nuestra Declaración no puede ser considerado según el criterio de la jerarquía de los derechos; los cuatro pilares son tan importantes los unos como los otros y nos sería muy difícil encontrar en cada uno de ellos una de las piezas maestras, necesaria a la humanidad para edificar su casa.
Si ahora quiero subrayar la universalidad de nuestra Declaración, es realmente por su carácter más novedoso. Una declaración de las Naciones Unidas no puede ser la fotografía, aún ampliada, de una declaración nacional. Debe partir de un punto de vista más elevado, debe proyectar rayos sobre muchos puntos que quedaron mucho tiempo en la sombra.
Ninguna nación puede formular una declaración sobre el derecho a la nacionalidad y, sobre el derecho de asilo; puede tomar compromisos sólo para sí misma. Pero no puede comprometer a otras naciones.
Es así como nuestra Declaración, por ser universal, puede partir de un punto de vista más amplio y trazar, lo que denominaré, reglas indispensables al buen orden internacional.
Si los Estados que forman los basamentos de las Naciones Unidas no quieren comprender que no se tiene derecho de dejar millones de hombres sin abrigo, ni material, ni jurídico, son ellos los creadores del desorden internacional y las Naciones Unidas o bien lograrán realizar entre ellos, de una manera amistosa, convenios que permitirán evitar este desorden, o bien veremos lo que ha pasado siempre en los períodos de anarquía sobre los que rehusan entenderse, termina por erigirse un poder que protege a los hombres oprimidos por todos lados. No se puede privar indefinidamente, como en la Antigüedad, del agua y del fuego a los hombres, a quienes todas las leyes y todos los derechos podrían depender de leyes nacionales.
Quisiera subrayar, acerca de la universalidad, con felicidad mi acuerdo y el de mi Delegación con todas las que consideraron en hacer del texto con las discriminaciones, tan amplio como posible. Sí, hacemos una Declaración para todos los hombres, en nuestra Declaración no hay más distinción entre nacionales y extranjeros. Solo los derechos políticos fueron reservados a los nacionales. Todos los otros son accesibles a los extranjeros y es claro que la legislación permite establecer grados, modalidades, pero los derechos fundamentales: el derecho al matrimonio, el derecho a la justicia, el derecho al trabajo, el derecho a la propiedad, todo ello está consagrado sin distinción de origen nacional. Y quisiera decir también que no tenemos miedo de proclamar que hay una universalidad territorial. Francia, cuando trabajó en la Declaración Universal nunca pensó que se podía excluir a hombres de cualquier país que sea en beneficio de estos derechos fundamentales, que sean hombres de países que no se administran por sí mismos, países bajo tutela o países no autónomos que, en la constitución francesa, gozan de derechos iguales a los de todos los ciudadanos y pueden elegir diputados, miembros de asambleas políticas y benefician de todas las garantías.
Pero, no creemos que sea absolutamente indispensable citar sólo eso, ya que toda enumeración excluye, y no quisiéramos que una enumeración especial haga creer que se excluye a los pueblos que no están representados aún en esta sala.
Me dirijo en este momento a esos pueblos, que no tienen gobiernos representados en las Naciones Unidas y en nombre de Francia, les digo: Ustedes también se beneficiarán de los derechos y libertades fundamentales del hombre, aun antes de que sus gobiernos sean admitidos ya que no hemos trabajado para nosotros solamente, hemos trabajado para la humanidad en su totalidad.
Y finalmente, ahora desearía terminar subrayando el alcance moral y jurídico de nuestra Declaración.
Acerca de su alcance moral, hay unanimidad. Diría que casi hay demasiada unanimidad, puesto que podríamos creer que el alcance de la Declaración es únicamente moral. Y bueno, evidentemente no es tan potente, tan obligatoria como podrían serlo los compromisos jurídicamente consignados en una convención.
Pero nuestra Declaración fue tomada en el contexto de una resolución de la Asamblea que tiene un valor jurídico de recomendación. Pero, nuestra Declaración es el desarrollo de la Carta, al incorporar los derechos humanos en el derecho internacional positivo, del cual se puede decir que ahora figura en el artículo 38 del estatuto de la Corte de La Haya, dentro de lo que se llama los principios generales del derecho internacional y, por lo tanto, yo no entendería como se pudiera pensar que la Declaración sea un instrumento puramente académico. Es un instrumento potencial, yo lo admito, es sólo un núcleo, pero primero no quita nada a la fuerza obligatoria de la Carta. No es por haber votado o no la Declaración que ustedes estarían sustraídos de las obligaciones ya firmadas dentro del órgano de la Carta de las Naciones Unidas. Pero, además, será, como lo dije, el pórtico del monumento de los derechos humanos y quisiera en último minuto, hacerles ver lo que debe haber detrás de este pórtico.
En realidad, la Declaración que tiene un gran valor moral, debe ser una guía para la política de los gobiernos. Pero debe ser un faro para la esperanza de los pueblos, una plataforma para la acción de las asociaciones nacionales o internacionales de carácter cívico, y debe preparar la gran convención, el pacto en donde las naciones de buena voluntad, las naciones sinceras consignarán por escrito sus compromisos para que sean jurídicamente obligatorios.
Quiero creer que esos compromisos deberían pesarse con la balanza. Cada pueblo creerá ofender su soberanía si toma compromisos más fuertes que los que puede soportar. Que los pueblos reflexionen, es perfectamente legítimo.
Pero, no será posible sacar de esta necesidad de una convención otra idea que no conste en la Carta, a saber que la soberanía nacional de los Estados sigue absoluta.
Hemos oído, en 1933, en la Asamblea de la Sociedad de las Naciones, el argumento sacado de la soberanía absoluta de los Estados, cuando Hitler y sus secuaces fueron llevados a discutir jurídicamente y traducidos ante la conciencia universal en la Sociedad de Naciones porque masacraban a sus propios compatriotas. Se debió primero recurrir a la tergiversación de la minoría entre Polonia y Alemania sobre la Alta Silesia.
Pero, cuando se quiso ampliar el debate, cuando haciendo caso omiso del tratado de las minorías, la Comunidad de las Naciones, en aquel entonces organizada bajo la forma de Sociedad, se atrevió a hablar de los derechos humanos; de los derechos humanos de los cuales ya, desde bastante tiempo, los países civilizados se hacían los defensores; entonces, la Alemania hitleriana respondió: “cada uno es rey en su casa. Ustedes nada tienen que ver con lo que hago con mis propios compatriotas”. Y así, el gran crimen quedó impune, y el crimen contra los derechos humanos de las otras naciones se volvió el crimen supremo de la guerra universal.
No queremos volver a ver eso y por ello creemos que es bueno crear organismos para garantizar internacionalmente los derechos humanos.
Yo lo digo, hay que contar con la buena voluntad y la buena fe de los Estados. A ellos, según los textos de la Carta: artículos 2 & 5 y artículo 56, les incumbe la responsabilidad principal y no soy yo que tendría la ingenuidad de querer crear una pirámide que reposara sobre su punta.
Sabemos muy bien que las naciones son la base de la comunidad mundial, las naciones vivientes, las naciones solidarias.
Pero la solidaridad de esas naciones es indispensable para hacer la pirámide, y la ayuda mutua entre sí debe organizarse con medios oportunos.
Francia en este campo depositó ya ante la Comisión de Derechos Humanos proyectos sobre lo que se llama la realización de los derechos humanos, no por la vía coercitiva, pero primero por la vía de la petición, de la consignación, de recomendaciones y, está convencida, que todo lo que concierne los derechos los más graves, lo que concierne al mantenimiento de la paz, no hay que tocar a las instituciones existentes de las Naciones Unidas; la Asamblea General y el Consejo de Seguridad sabrán asumir, si llega el caso, todas sus responsabilidades.
Por el momento, nuestro deber es, a la vez, más simple y más modesto. Debemos franquear el primer paso y el más indispensable de los pasos a la obra empeñada desde la Carta de San Francisco. A esta obra, el apoyo de Francia no faltará y estoy feliz de decir aquí que, más allá de los continentes, desearía que haya unanimidad para decir: la Asamblea de las Naciones Unidas de 1948, celebrada en París, entraría en la historia como la Asamblea de los Derechos Humanos.
Publicamos aquí la traducción de su intervención, realizada por Claude Lara (In Revista France-Ecuador N.1, 1998, pp. 37-46).
La Asamblea General de las Naciones Unidas está a punto de clausurar su sesión resolviendo sobre el proyecto de declaración que la Comisión quiso que se llamara: Declaración Universal de Derechos Humanos. Tengo el honor de aportar la firme adhesión de Francia a este acto histórico que, cien años después de la Revolución de 48 y la abolición de la esclavitud en todas las tierras francesas, constituye una etapa mundial en el largo combate para los derechos humanos.
Nuestra Declaración se presenta como la más vigorosa, la más necesaria protesta de la humanidad contra las atrocidades y las opresiones de las cuales tantos millones de seres humanos víctimas a través de los siglos y, más particularmente, durante y ente las dos guerras. La guerra última ha revestido el carácter de una cruzada de los derechos humanos que impusieron los pueblos libres en contra de los partidarios del fascismo y del racismo, tanto enemigos del hombre como lo fueron de otras naciones y de la comunidad internacional.
En plena tormenta, el gran jefe de Estado, el Presidente Roosevelt, el Presidente Benech, dos grandes muertos, han proclamado el sentido de esta cruzada y en nombre de Francia, entonces prisionera y amordazada, en la conferencia interaliada de Saint-James del 24 de septiembre de 1941, tuve el honor de unir mi voz a las suyas para proclamar que la consagración práctica de las libertades esenciales del hombre era lo que estaba en juego, y era indispensable el establecimiento de una paz internacional verdadera.
La comunidad jurídica de naciones ha tomado su forma actual con la Carta de las Naciones Unidas y ésta ha mencionado siete veces los derechos humanos y las libertades fundamentales entre los fines que los órganos de las Naciones Unidas y los Estados miembros deben perseguir y alcanzar cooperando.
Y, así, se incorporaron estos derechos y estas libertades en el orden jurídico internacional positivo. Pero, para cumplir con su palabra dada al hombre común, al final de la Conferencia de San Francisco y por las anteriores Asambleas, es nuestro deber formular ahora una Carta de Derechos Humanos que, no sólo enumerará estos derecho sino que sabrá organizar su modalidad, su limitación que experimentará a favor del interés común y de las garantías nacionales e internacionales que deben asegurar su respeto.
La Declaración que tenemos a la vista sólo será el primer aspecto del tríptico y no puedo, aquí, como los precedentes oradores, proceder a su comentario.
Pero, sin embargo, quisiera destacar primero cual es su sentido, su alcance, su plan; luego señalar, subrayar su universalidad, su alcance jurídico y después, los vínculos, los vínculos imperiosos que existen entre esta Declaración y los dos otros elementos de la Carta que nos quedan por cumplir.
Acerca del programa de trabajo común, el acuerdo entre los grupos humanos de civilizaciones, de creencias y de visas económicas diferentes, habría sido imposible si cada uno hubiese querido hacer prevalecer su punto de vista o sus doctrinas unilaterales.
Es muy difícil, por no decir imposible, poner de acuerdo a todos los hombres del mundo sobre las finalidades últimas del hombre y sobre los orígenes primeros, sobre el por qué de las decisiones.
Pero, es posible realizar un acuerdo de idealismo práctico, el cual se volvió tanto más necesario cuanto que en la guerra lo que justamente estaba en juego era, el respeto de los derechos humanos. Más amenazas tenemos que pesan sobre la paz, más peligrosos tenemos de contradicciones entre los intereses, las ideologías y sus desconfianzas; más grande es nuestro deber para encontrar el terreno común del entendimiento, encontrar el credo que los hombres que beneficiaron de inmensos descubrimientos científicos y técnicos, deben tener sobre el nivel moral, el nivel intelectual y, me atrevo a decirlo aún, sobre el nivel de la política general de la humanidad.
A este propósito, la Declaración Universal de Derechos Humanos, que fue elaborada en las condiciones que ustedes conocen, en su mayor parte bajo la Presidencia de la Sra. Franklín Roosevelt, representa un esfuerzo considerable de los hombres, de los grupos y de los países.
Hemos retirado el andamio que esconde o que podía tener como efecto de colocar de manera aparente los detalles de nuestro pórtico: pero no es necesario andamios para descubrir el sentido de esta Declaración. Lo podemos resumir fácilmente.
Como basamento, los grandes principios de: libertad, igualdad, fraternidad que la humanidad honra a Francia, tomándolos de la Declaración de 1789. Pero, cabe pensar que ni Francia, ni ningún otro país quiso hacer de esta Declaración Universal la copia de una declaración nacional, para bella que ella sea.
Debíamos ajustar nuestra construcción a la época en la cual vivimos, época en la cual vivimos, época en la cual el individualismo pretencioso ha sido condenado por los hechos y, nuestra época, que no menos repele la mecanización del hombre bajo el peso de grupos tiránicos.
Y podemos decir que ante nosotros, tenemos cuatro pilares fundamentales: el primero, el pilar de los derechos personales, cuyo derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona forman el primer elemento. El segundo, el pilar de las relaciones entre el hombre y los hombres, las familias, las agrupaciones que lo rodean, los lugares y las cosas. El hombre se casa, tiene una familia, tiene un hogar, tiene un domicilio, es miembro de una ciudad, de una patria y tiene dominio sobre los bienes del mundo exterior. El tercer pilar es aquel de las libertades públicas y de los derechos políticos fundamentales. Desde la libertad de pensamiento, de creencia hasta la libertad de palabra, de expresión, de reunión, asociación hasta finalmente la afirmación que ordena todos los derechos políticos; es la voluntad del pueblo el fundamento de la autoridad de cualquier gobierno.
En fin, el último pilar y no el menos importante, que es el verdadero pilar novedoso, al menos en una declaración internacional: es el pilar de los derechos económicos, sociales y culturales, que se encuentra ahora en la misma posición que la del pilar del derecho a la vida material y a las libertades jurídicas.
Sobre estos cuatro pilares, sobre estas cuatro columnas, había que colocar algo, son los últimos textos de la Declaración que forman el cimiento, puesto que son ellos que comprometen los vínculos entre el individuo y la sociedad, son ellos que afirman la necesidad de un orden social e internacional suficiente para que los derechos sean respetados, den garantías o esperanzas de garantía, pero también fijan al hombre límites que no puede franquear. El hombre tiene deberes generales hacia la comunidad. El hombre no puede ejercer sus derechos contra los derechos de los demás. El hombre no puede ejercerlos contra el buen orden de una sociedad democrática, tampoco puede ejercerlos contra los fines y principios de las Naciones Unidas y, aquí, en respuesta a ciertas críticas que fueron formuladas, aquí me permitiré hacer observar que no desconocemos las insuficiencias de la Declaración; Francia tuvo la fortuna de lograr y hacer acoger algunas enmiendas, particularmente la importante enmienda sobre el derecho a la nacionalidad, la importante enmienda sobre los derechos generales de los intelectuales que completan los del trabajo y de la propiedad; pero no pretende dejar el camino recorrido por los otros, puesto que no aceptaron todas sus enmiendas y, particularmente, las que había presentado referente al derecho de petición.
Y nos dirigimos aquí hacia nuestros colegas soviéticos. Puedo decirles y ellos lo saben muy bien, que muchas de sus enmiendas fueron defendidas por nuestra Delegación y que, así, muchas de esas enmiendas, con el apoyo de nuestra Delegación, fueron introducidas en la Declaración; pero si algunas de ellas no pasaron, o bien tenían ya satisfacción en su esencia en otras partes de la Declaración o bien podían esperar, como el derecho de petición, períodos en los cuales estudiaríamos las convenciones y garantías.
Desearía tomar un ejemplo típico, aquel sobre el derecho de asociación y de reunión. Pero este derecho, como todos los demás, no puede ejercerse contra los fines y principios de las Naciones Unidas, como tampoco contra la libertad de prensa. Hay que leer los textos y cotejarlos los unos con los otros, y creo poder decir que un atento estudio de la Declaración y, sobre todo, del cotejo de los textos que ha permitido evitar repeticiones, que este cotejo daría apaciguamientos muy importantes a ciertas Delegaciones que formularon aún reservas.
Me permito decirles también que es necesario escoger cierta concepción de la Declaración, entre una sobriedad excesiva y una abundancia que, con textos aislados, tal vez habrían marcado más la imaginación del hombre, pero que probablemente habrían desfigurado el texto y que, lo digo, habría anticipado sobre las medidas de ejecución.
Una Declaración Universal de Derechos Humanos no es tan libre como una constitución nacional y he ahí por qué nos hemos sujetado a cierta concisión y a una gran sobriedad.
Para terminar, diré que el plan de nuestra Declaración no puede ser considerado según el criterio de la jerarquía de los derechos; los cuatro pilares son tan importantes los unos como los otros y nos sería muy difícil encontrar en cada uno de ellos una de las piezas maestras, necesaria a la humanidad para edificar su casa.
Si ahora quiero subrayar la universalidad de nuestra Declaración, es realmente por su carácter más novedoso. Una declaración de las Naciones Unidas no puede ser la fotografía, aún ampliada, de una declaración nacional. Debe partir de un punto de vista más elevado, debe proyectar rayos sobre muchos puntos que quedaron mucho tiempo en la sombra.
Ninguna nación puede formular una declaración sobre el derecho a la nacionalidad y, sobre el derecho de asilo; puede tomar compromisos sólo para sí misma. Pero no puede comprometer a otras naciones.
Es así como nuestra Declaración, por ser universal, puede partir de un punto de vista más amplio y trazar, lo que denominaré, reglas indispensables al buen orden internacional.
Si los Estados que forman los basamentos de las Naciones Unidas no quieren comprender que no se tiene derecho de dejar millones de hombres sin abrigo, ni material, ni jurídico, son ellos los creadores del desorden internacional y las Naciones Unidas o bien lograrán realizar entre ellos, de una manera amistosa, convenios que permitirán evitar este desorden, o bien veremos lo que ha pasado siempre en los períodos de anarquía sobre los que rehusan entenderse, termina por erigirse un poder que protege a los hombres oprimidos por todos lados. No se puede privar indefinidamente, como en la Antigüedad, del agua y del fuego a los hombres, a quienes todas las leyes y todos los derechos podrían depender de leyes nacionales.
Quisiera subrayar, acerca de la universalidad, con felicidad mi acuerdo y el de mi Delegación con todas las que consideraron en hacer del texto con las discriminaciones, tan amplio como posible. Sí, hacemos una Declaración para todos los hombres, en nuestra Declaración no hay más distinción entre nacionales y extranjeros. Solo los derechos políticos fueron reservados a los nacionales. Todos los otros son accesibles a los extranjeros y es claro que la legislación permite establecer grados, modalidades, pero los derechos fundamentales: el derecho al matrimonio, el derecho a la justicia, el derecho al trabajo, el derecho a la propiedad, todo ello está consagrado sin distinción de origen nacional. Y quisiera decir también que no tenemos miedo de proclamar que hay una universalidad territorial. Francia, cuando trabajó en la Declaración Universal nunca pensó que se podía excluir a hombres de cualquier país que sea en beneficio de estos derechos fundamentales, que sean hombres de países que no se administran por sí mismos, países bajo tutela o países no autónomos que, en la constitución francesa, gozan de derechos iguales a los de todos los ciudadanos y pueden elegir diputados, miembros de asambleas políticas y benefician de todas las garantías.
Pero, no creemos que sea absolutamente indispensable citar sólo eso, ya que toda enumeración excluye, y no quisiéramos que una enumeración especial haga creer que se excluye a los pueblos que no están representados aún en esta sala.
Me dirijo en este momento a esos pueblos, que no tienen gobiernos representados en las Naciones Unidas y en nombre de Francia, les digo: Ustedes también se beneficiarán de los derechos y libertades fundamentales del hombre, aun antes de que sus gobiernos sean admitidos ya que no hemos trabajado para nosotros solamente, hemos trabajado para la humanidad en su totalidad.
Y finalmente, ahora desearía terminar subrayando el alcance moral y jurídico de nuestra Declaración.
Acerca de su alcance moral, hay unanimidad. Diría que casi hay demasiada unanimidad, puesto que podríamos creer que el alcance de la Declaración es únicamente moral. Y bueno, evidentemente no es tan potente, tan obligatoria como podrían serlo los compromisos jurídicamente consignados en una convención.
Pero nuestra Declaración fue tomada en el contexto de una resolución de la Asamblea que tiene un valor jurídico de recomendación. Pero, nuestra Declaración es el desarrollo de la Carta, al incorporar los derechos humanos en el derecho internacional positivo, del cual se puede decir que ahora figura en el artículo 38 del estatuto de la Corte de La Haya, dentro de lo que se llama los principios generales del derecho internacional y, por lo tanto, yo no entendería como se pudiera pensar que la Declaración sea un instrumento puramente académico. Es un instrumento potencial, yo lo admito, es sólo un núcleo, pero primero no quita nada a la fuerza obligatoria de la Carta. No es por haber votado o no la Declaración que ustedes estarían sustraídos de las obligaciones ya firmadas dentro del órgano de la Carta de las Naciones Unidas. Pero, además, será, como lo dije, el pórtico del monumento de los derechos humanos y quisiera en último minuto, hacerles ver lo que debe haber detrás de este pórtico.
En realidad, la Declaración que tiene un gran valor moral, debe ser una guía para la política de los gobiernos. Pero debe ser un faro para la esperanza de los pueblos, una plataforma para la acción de las asociaciones nacionales o internacionales de carácter cívico, y debe preparar la gran convención, el pacto en donde las naciones de buena voluntad, las naciones sinceras consignarán por escrito sus compromisos para que sean jurídicamente obligatorios.
Quiero creer que esos compromisos deberían pesarse con la balanza. Cada pueblo creerá ofender su soberanía si toma compromisos más fuertes que los que puede soportar. Que los pueblos reflexionen, es perfectamente legítimo.
Pero, no será posible sacar de esta necesidad de una convención otra idea que no conste en la Carta, a saber que la soberanía nacional de los Estados sigue absoluta.
Hemos oído, en 1933, en la Asamblea de la Sociedad de las Naciones, el argumento sacado de la soberanía absoluta de los Estados, cuando Hitler y sus secuaces fueron llevados a discutir jurídicamente y traducidos ante la conciencia universal en la Sociedad de Naciones porque masacraban a sus propios compatriotas. Se debió primero recurrir a la tergiversación de la minoría entre Polonia y Alemania sobre la Alta Silesia.
Pero, cuando se quiso ampliar el debate, cuando haciendo caso omiso del tratado de las minorías, la Comunidad de las Naciones, en aquel entonces organizada bajo la forma de Sociedad, se atrevió a hablar de los derechos humanos; de los derechos humanos de los cuales ya, desde bastante tiempo, los países civilizados se hacían los defensores; entonces, la Alemania hitleriana respondió: “cada uno es rey en su casa. Ustedes nada tienen que ver con lo que hago con mis propios compatriotas”. Y así, el gran crimen quedó impune, y el crimen contra los derechos humanos de las otras naciones se volvió el crimen supremo de la guerra universal.
No queremos volver a ver eso y por ello creemos que es bueno crear organismos para garantizar internacionalmente los derechos humanos.
Yo lo digo, hay que contar con la buena voluntad y la buena fe de los Estados. A ellos, según los textos de la Carta: artículos 2 & 5 y artículo 56, les incumbe la responsabilidad principal y no soy yo que tendría la ingenuidad de querer crear una pirámide que reposara sobre su punta.
Sabemos muy bien que las naciones son la base de la comunidad mundial, las naciones vivientes, las naciones solidarias.
Pero la solidaridad de esas naciones es indispensable para hacer la pirámide, y la ayuda mutua entre sí debe organizarse con medios oportunos.
Francia en este campo depositó ya ante la Comisión de Derechos Humanos proyectos sobre lo que se llama la realización de los derechos humanos, no por la vía coercitiva, pero primero por la vía de la petición, de la consignación, de recomendaciones y, está convencida, que todo lo que concierne los derechos los más graves, lo que concierne al mantenimiento de la paz, no hay que tocar a las instituciones existentes de las Naciones Unidas; la Asamblea General y el Consejo de Seguridad sabrán asumir, si llega el caso, todas sus responsabilidades.
Por el momento, nuestro deber es, a la vez, más simple y más modesto. Debemos franquear el primer paso y el más indispensable de los pasos a la obra empeñada desde la Carta de San Francisco. A esta obra, el apoyo de Francia no faltará y estoy feliz de decir aquí que, más allá de los continentes, desearía que haya unanimidad para decir: la Asamblea de las Naciones Unidas de 1948, celebrada en París, entraría en la historia como la Asamblea de los Derechos Humanos.
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